Está
claro: lo que más importa es la dignidad de los seres humanos tomados de uno en
uno. Tú, yo, nosotros, todos nosotros… Pedro Salinas escribió en “La voz a ti
debida” el poema “Para vivir no quiero” (que perpetré como canción), donde
dice: “¡Qué alegría más alta vivir en los pronombres!”.
Para vivir no quiero
islas, palacios,
torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los
pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los
retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te
llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la
historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me
echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del
mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».
Mis ojos se abren cada
vez más a ese horizonte de verdad descarnada, con la que está en flagrante
contradicción la realidad socio-política-económica del mundo. Ya no es teoría,
ya no es idea.
Estamos cautivos de un
sistema que nos hace egoístas: vivo como puedo, pero no quiero llegar a vivir
como esos dos tercios de “humanidad” que malviven a causa de nuestra
“des-humanidad”. Leí no sé dónde que “el hombre que no es libre idealiza
siempre su esclavitud”. Vivimos tan alienados, disfrutamos tanto de nuestra
propia falta de libertad, que creemos un privilegio ser menos esclavos que los
otros esclavos.
Atrapados están aún mi
carne y mis huesos, pero mis ideas y mi indignación son
tan libres como el vuelo del halcón o –mejor, más realista- del gorrión. Nos
queda la rebelión. Cuando la rebelión sea de muchos, habrá esperanza. Mientras,
resta la rebelión personal, sin armisticios ni paliativos. Tuya, mía, de todos
y de todas, tomados de uno en uno y como esperanzador conjunto.
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