Dolor, lobreguez, amor,
aflicción, impotencia, pesadilla. Estas son algunas de las sensaciones
producidas tras la lectura de la
Sentencia núm. 85/2016 de la
Sección Sexta de la Audiencia Provincial de Zaragoza.
Ya olía a primavera y
los días ofrecían más luz, camino ya del solsticio de verano, cuando una tarde
de abril Ignacio volvió a escuchar de labios de su madre, Isabel, su deseo de
morir: “Hijo mío, ayúdame a morir, quiero morir”. Y a Ignacio se le nubló la
vista, sintió una fuerte punzada en el esternón y seguramente no pudo contener
el llanto. Su madre dormía en un sillón del cuarto de estar debido a los
dolores de espalda y a la úlcera que tenía en una pierna, y tenía mucho tiempo
para pensar en la oscuridad de sus días y sus noches. Allí mismo Isabel le
explicó aquella tarde el método que creía tener más a mano: muerte por asfixia
mediante una bolsa de plástico con cierre en su cabeza. Isabel desconfiaba de
los médicos, nada quería saber de ellos, solo deseaba acabar, descansar. E
Ignacio, equivocado o no, creyó que acudir a un médico significaba una
deslealtad para con su madre.
Ignacio accedió. Toda
una tarde, toda una noche, toda una madrugada con un temblor interior que le
sacudía el alma, sin decir nada a nadie, pensando y repasando. Solo sabía que
quería a su madre y que no la iba a dejar morir sola. Ya acostado José, padre y
marido de Ignacio e Isabel, respectivamente, se dijeron palabras de cariño: “Te
quiero mucho, eres la mejor madre del mundo”, “Yo también de quiero, hijo mío,
gracias por darme esta noche tan bonita y con este cariño que estoy sintiendo
ahora contigo”. Así consta escrito en el Rollo de Sala (PO) No 40/2015 de la
Sentencia 85/2016, al igual que consta el último testimonio dejado en un papel
por Isabel: "Por culpa de no estar legalizada en España, la eutanasia, he
tenido que hacérmela yo, ¡qué triste y doloroso! El motivo es que no puedo
aguantar más el dolor que me producen las extrañas heridas que tengo en la
pierna derecha”. Era madrugada, entre las 2,00 y las 4,00, del día 8 de abril
de 2015.
Dolor, lobreguez, amor,
aflicción, impotencia, pesadilla. Ignacio junto al cadáver de su madre el resto
de la noche, acariciando sus manos y sus mejillas, notando cómo bajaba la
temperatura y aumentaba la rigidez de su cuerpo. Después, estremecimiento y
estupor de José, al comunicarle Ignacio lo sucedido. Aturdimiento a la llegada
y en el interrogatorio de la policía, a la que Ignacio también llamó poco
después, confesando todo lo ocurrido.
Dice la Sentencia que
la muerte de Isabel, “el hecho enjuiciado”, “queda al margen” de “la llamada ‘muerte digna’ o la
eutanasia”. Y estoy de acuerdo: las leyes, el sistema penal, el entramado
ideológico relacionado con el hecho de morir, del derecho a disponer libre y
responsablemente de la propia vida dejaron poco o nulo margen a la dignidad y
la libertad de decisión en el caso de la muerte de Isabel y del auxilio a morir
de Ignacio. La muerte digna es tratada como cosa de unos cuantos excéntricos,
de tan escasa importancia que la ley apenas le presta otra atención que
mencionarla de pasada.
Marginada, pues, la
información y la posibilidad de decisión reales y concretas relativas a una
muerte digna, el Tribunal se acoge a la figura de la ”pietatis causa” como
atenuante de la conducta de Ignacio, a quien se le condena “como autor
responsable de un delito de auxilio al suicidio” a la pena de dos años de
prisión. “Pietatis causa”, “sentimiento de cariño y respeto”, “casi… un acto de
amor”, deseo de “crearle un ambiente de felicidad y paz”, creer que era “lo
mejor para ella”, “acompañándola en el último momento, como cualquier hijo
desea hacer con su madre”… El Tribunal parece esforzarse (¿o excusarse?) por
atenuar el castigo a Ignacio, abriéndose levemente paso entre la humanidad de
la tragedia y la pesadilla. En realidad, ¡cuán difícil es morir digna, libre,
voluntariamente! El poder, sostenido ideológicamente por la Iglesia Católica,
ha tenido y sigue teniendo cautivo al pueblo a través del miedo y de la culpa,
principalmente desde el ámbito de la sexualidad y de la muerte. Por eso se
opone de una forma tan radical y demagógica al derecho a una vida y a una
muerte dignas.
Ignacio, autor
responsable de un “delito de auxilio al suicidio”, según el Tribunal; Ignacio,
que, según “los forenses”, “sin haber hecho un estudio profundo” (¿a priori,
quizá?), presenta “un trastorno esquizoafectivo de la personalidad”. Isabel,
privada de información y de libertad real para poder disponer de su propia
vida, en manos de juristas y de clérigos entre bambalinas. Ignacio, relegado al
rincón de la “pietatis causa” como único atenuante del último acto de amor que
un hijo puede darle a una madre, siguiendo sus insistentes deseos. ¿Para cuándo
poder disponer libre y responsablemente de la propia vida? ¿Hasta cuándo no
contar con una legislación y una voluntad política real sobre la muerte digna,
más allá de la maraña de distinciones bizantinas entre eutanasias, suicidios y
demás jerga sobre el tema?
Tengo la
esperanza de que algún día no lejano, como dice Séneca, importe a todo ser
humano más la calidad que la cantidad de vida, (qualis vita, non quanta), y menos cuándo morimos que cómo
morimos. Mientras escribo, pienso en Isabel, en Ignacio, en ti y en mí y en
todos, creo que lo más relevante es vivir bien y morir bien, frente al peligro
de vivir mal y morir mal. En otras palabras, morir más tarde o
más pronto importa menos que morir bien o mal. O como escribe Nietzsche, deseo
a todo ser humano que la muerte deseada sea “la muerte libre, que viene
a mí porque yo quiero”.
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