Sería muy saludable que cada uno intentase ser
feliz (o lo menos infeliz que pudiera) a su modo, y que los demás respetasen su
empeño. Al igual que muchas personas tienen una postura diferente frente a
cuestiones de indudable importancia, pero sería deseable que todas ellas
respetasen las opiniones contrarias,
algo similar debería suceder con este asunto de la felicidad: por
ejemplo, si no se obliga a nadie a
divorciarse o a utilizar anticonceptivos contra su voluntad, nadie
debería creerse legitimado e iluminado por la Verdad e imponer a todo el mundo
su criterio de que el género humano se divide en dos bandos enfrentados entre
sí: los que van por el camino verdadero y acertado -el suyo propio-, y los que
se empeñan en permanecer en la senda errónea -a los que hay que salvar a toda
costa y -si no- combatir, silenciar o
exterminar. Análogamente, cualquier intento de búsqueda de la felicidad que no
implique la infelicidad ajena debería ser respetada por todos, incluidos los
que se tienen a sí mismos por presuntos profesionales de la felicidad.
Generalmente, estos
adalides de la auténtica y verdadera felicidad tienden a relegar a un segundo
término las cosas “terrenales”, como si ellos encarnasen la aristocracia del
espíritu frente a la plebe ruda y tosca, empeñada en revolcarse por el
estiércol y el lodo de “este mundo” (como si fuese un axioma la existencia de
otro). Independientemente de que está por ver el grado de sinceridad y de
coherencia de tales sujetos (no sea que, una vez más, sus teorías estén a
años-luz de su praxis cotidiana), sería interesante conocer qué motivos les
inducen a tener en tan poco las cosas concretas de la vida a la hora de
proporcionar felicidad (por ejemplo, una buena comida, una intensa noche de
amor o una conversación cordial y amigable). Inmediatamente objetan que nada
tienen en contra, con tal de que todo ello no haga perder nunca de vista la
“auténtica felicidad”, “la bienaventuranza eterna” o la “suprema felicidad” (todo para, al final, afirmar que la
“verdadera felicidad” no pertenece a este mundo, sino a otro -invisible, futuro
y definitivo).
Nietzsche, al igual
que otros muchos pensadores (por ejemplo, Jenófanes, Hume o Feuerbach, etc..),
califica esta posición de “gran timo” o
de “gran estafa”, y a sus defensores de
“resentidos de la vida”: obligan a
renunciar a la felicidad de la tierra, a hacer dejación de sus deseos y
oportunidades concretas y tangibles de felicidad y de bienestar, a cambio de la
promesa de obtener a cambio después una felicidad mucho más duradera y completa. Algo similar hace Platón con el mundo de las Ideas, y la mayor
parte de las religiones con sus promesas de un premio eterno después de la vida
terrenal.
Muy probablemente nos
iría mucho mejor si decidiéramos no utilizar más la palabra “felicidad”, tan
viciada ya como un tornillo con la cabeza desgastada. Evidentemente, la palabra
como tal no es responsable de nada, pero sí la carga de significados e
intenciones que ha ido acarreando a lo largo de la historia: se ha pretendido
tantas veces relacionarla con realidades y ámbitos tan sublimes e inabarcables,
que todo parece ya irle pequeño y pertenecer a un mundo de rango inferior. De
esta forma, hemos transformado el lenguaje sobre la felicidad y el término
mismo de “felicidad” en un verdadero fetiche, del que casi todo el mundo habla
con familiaridad, pero no se sabemos muy bien a fin de cuentas de qué estamos
hablando y a qué nos estamos refiriendo realmente cuando la mencionamos.
El caso es que no
ocurre lo mismo con otras palabras y cosas capaces también de proporcionar
contento y placer (tiene algo que ver el contento y el placer con “la
felicidad”). Por ejemplo, “café”, “vacaciones”, “caricia” o “un millón de
dólares” designan realidades concretas y asequibles, a la vez que capaces de
proporcionar un cierto bienestar; “felicidad”, en cambio, parece indicar algo tan abrumadoramente
perfecto que finalmente resulta demasiado abstracto, intangible e inasequible.
Por lo mismo, parece
que cualquier otra fuente posible de placer o disfrute (sexo, dinero, salud,
amor, éxito -que cada uno imagine o desee lo que quiera...) es de menor
importancia o rango que “la felicidad”. En otras palabras, tras buscar con
empeño y denuedo la felicidad probablemente se deberá admitir más pronto o más
tarde que ésta, en cuanto tal y en términos absolutos, no existe
(descubrimiento que no tiene por qué convertir la vida y el mundo en menos
bonito e interesante, sino todo lo contrario).
Seguramente viviríamos
mucho mejor si en vez de hablar tanto de “la felicidad”, nos acostumbrásemos a
apreciar cordialmente lo que significan palabras tales como “bienestar”,
“encontrarse bien”, “sentirse a gusto”, “placer”, “salud”, “dinero”, “cariño”,
“amigos”, “amor”, “vacaciones”, “paletilla de cordero”, “satisfacción por el
trabajo bien hecho”, “fruta madura”, etc. De ser así, el bienestar de la
mayoría saldría ganando en disfrute contante y sonante.
Son tantas cosas las
que cada jornada y cada instante asoman en nuestras vidas... Alguna gente se
siente frustrada y amargada, y la mayoría no achaca su frustración tanto a lo que le ha sucedido,
cuanto a lo que no le ha sucedido, no
tiene o no ha llegado a ser. Esperan que acontezca en su
vida algo extraordinario, casi mágico, que les suponga un cambio radical (“un
golpe de suerte” o “una buena racha”). Van desfilando ante sus ojos personas,
afectos, aprecio, oportunidades de mejorar la calidad de sus vidas en muchos
aspectos, vivencias más o menos nimias o importantes etc., pero no les prestan
atención o no les conceden suficiente valor: lo que ellos ansían es “la”
felicidad, plena y absoluta (como en los cuentos infantiles, que acaban
clásicamente con “y fueron felices,
y...”).
Si lográsemos penetrar
en la médula real de cada cosa y sorber sosegada e intensamente su néctar... Si
no nos dejásemos llevar por la codicia de ser o tener más (todo lo posible), despreciando lo mucho o poco que está en nuestras
manos... Si nos solazáramos tranquilamente en lo cotidiano, a nuestro alcance,
por muy insignificante que pueda parecer a otros, y aprendiésemos a acariciar
la cálida piel de cada cosa... Si afrontásemos cada problema cuando se presenta
y tal como se presenta... Si nos quisiéramos tal como somos, y nos
presentásemos a los otros con el corazón y la mente abiertos...
Si hemos de aprender a
leer, a cruzar la calle o ir en bicicleta, ¿por qué no educarnos también para detenernos plácidamente en lo
que hay?: nuestro disco preferido, un libro apasionante, la siesta, el ardor de
un cuerpo que se entrega, una cena con los amigos, aquella película, un hermoso
paisaje, esas vacaciones en la playa, el sol que entra ahora en mi cuarto...
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