domingo, 21 de abril de 2013

El riesgo de que la obsesión de felicidad nos convierta en infelices





Sería  muy saludable que cada uno intentase ser feliz (o lo menos infeliz que pudiera) a su modo, y que los demás respetasen su empeño. Al igual que muchas personas tienen una postura diferente frente a cuestiones de indudable importancia, pero sería deseable que todas ellas respetasen las opiniones contrarias,  algo similar debería suceder con este asunto de la felicidad: por ejemplo, si no se  obliga a nadie  a  divorciarse o a utilizar anticonceptivos contra su voluntad, nadie debería creerse legitimado e iluminado por la Verdad e imponer a todo el mundo su criterio de que el género humano se divide en dos bandos enfrentados entre sí: los que van por el camino verdadero y acertado -el suyo propio-, y los que se empeñan en permanecer en la senda errónea -a los que hay que salvar a toda costa y -si no- combatir,  silenciar o exterminar. Análogamente, cualquier intento de búsqueda de la felicidad que no implique la infelicidad ajena debería ser respetada por todos, incluidos los que se tienen a sí mismos por presuntos profesionales de la felicidad.
Generalmente, estos adalides de la auténtica y verdadera felicidad tienden a relegar a un segundo término las cosas “terrenales”, como si ellos encarnasen la aristocracia del espíritu frente a la plebe ruda y tosca, empeñada en revolcarse por el estiércol y el lodo de “este mundo” (como si fuese un axioma la existencia de otro). Independientemente de que está por ver el grado de sinceridad y de coherencia de tales sujetos (no sea que, una vez más, sus teorías estén a años-luz de su praxis cotidiana), sería interesante conocer qué motivos les inducen a tener en tan poco las cosas concretas de la vida a la hora de proporcionar felicidad (por ejemplo, una buena comida, una intensa noche de amor o una conversación cordial y amigable). Inmediatamente objetan que nada tienen en contra, con tal de que todo ello no haga perder nunca de vista la “auténtica felicidad”, “la bienaventuranza eterna” o la  “suprema felicidad”  (todo para, al final, afirmar que la “verdadera felicidad” no pertenece a este mundo, sino a otro -invisible, futuro y definitivo).
Nietzsche, al igual que otros muchos pensadores (por ejemplo, Jenófanes, Hume o Feuerbach, etc..), califica esta posición  de “gran timo” o de “gran estafa”,  y a sus defensores de “resentidos de la vida”: obligan a  renunciar a la felicidad de la tierra, a hacer dejación de sus deseos y oportunidades concretas y tangibles de felicidad y de bienestar, a cambio de la promesa de obtener a cambio después una felicidad mucho más  duradera y completa. Algo similar hace  Platón con el mundo de las Ideas, y la mayor parte de las religiones con sus promesas de un premio eterno después de la vida terrenal.
Muy probablemente nos iría mucho mejor si decidiéramos no utilizar más la palabra “felicidad”, tan viciada ya como un tornillo con la cabeza desgastada. Evidentemente, la palabra como tal no es responsable de nada, pero sí la carga de significados e intenciones que ha ido acarreando a lo largo de la historia: se ha pretendido tantas veces relacionarla con realidades y ámbitos tan sublimes e inabarcables, que todo parece ya irle pequeño y pertenecer a un mundo de rango inferior. De esta forma, hemos transformado el lenguaje sobre la felicidad y el término mismo de “felicidad” en un verdadero fetiche, del que casi todo el mundo habla con familiaridad, pero no se sabemos muy bien a fin de cuentas de qué estamos hablando y a qué nos estamos refiriendo realmente cuando la mencionamos.
El caso es que no ocurre lo mismo con otras palabras y cosas capaces también de proporcionar contento y placer (tiene algo que ver el contento y el placer con “la felicidad”). Por ejemplo, “café”, “vacaciones”, “caricia” o “un millón de dólares” designan realidades concretas y asequibles, a la vez que capaces de proporcionar un cierto bienestar; “felicidad”, en cambio,  parece indicar algo tan abrumadoramente perfecto que finalmente resulta demasiado abstracto, intangible e inasequible.
Por lo mismo, parece que cualquier otra fuente posible de placer o disfrute (sexo, dinero, salud, amor, éxito -que cada uno imagine o desee lo que quiera...) es de menor importancia o rango que “la felicidad”. En otras palabras, tras buscar con empeño y denuedo la felicidad probablemente se deberá admitir más pronto o más tarde que ésta, en cuanto tal y en términos absolutos, no existe (descubrimiento que no tiene por qué convertir la vida y el mundo en menos bonito e interesante, sino todo lo contrario).
Seguramente viviríamos mucho mejor si en vez de hablar tanto de “la felicidad”, nos acostumbrásemos a apreciar cordialmente lo que significan palabras tales como “bienestar”, “encontrarse bien”, “sentirse a gusto”, “placer”, “salud”, “dinero”, “cariño”, “amigos”, “amor”, “vacaciones”, “paletilla de cordero”, “satisfacción por el trabajo bien hecho”, “fruta madura”, etc. De ser así, el bienestar de la mayoría saldría ganando en disfrute contante y sonante.
Son tantas cosas las que cada jornada y cada instante asoman en nuestras vidas... Alguna gente se siente frustrada y amargada, y la mayoría no achaca su  frustración tanto a lo que le ha sucedido, cuanto a lo que no le ha sucedido, no  tiene o no  ha llegado a ser. Esperan que acontezca en su vida algo extraordinario, casi mágico, que les suponga un cambio radical (“un golpe de suerte” o “una buena racha”). Van desfilando ante sus ojos personas, afectos, aprecio, oportunidades de mejorar la calidad de sus vidas en muchos aspectos, vivencias más o menos nimias o importantes etc., pero no les prestan atención o no les conceden suficiente valor: lo que ellos ansían es “la” felicidad, plena y absoluta (como en los cuentos infantiles, que acaban clásicamente con “y fueron felices, y...”).
Si lográsemos penetrar en la médula real de cada cosa y sorber sosegada e intensamente su néctar... Si no nos dejásemos llevar por la codicia de ser o tener más (todo lo posible), despreciando lo mucho o poco que está en nuestras manos... Si nos solazáramos tranquilamente en lo cotidiano, a nuestro alcance, por muy insignificante que pueda parecer a otros, y aprendiésemos a acariciar la cálida piel de cada cosa... Si afrontásemos cada problema cuando se presenta y tal como se presenta... Si nos quisiéramos tal como somos, y nos presentásemos a los otros con el corazón y la mente abiertos...
Si hemos de aprender a leer, a cruzar la calle o ir en bicicleta, ¿por qué no educarnos  también para detenernos plácidamente en lo que hay?: nuestro disco preferido, un libro apasionante, la siesta, el ardor de un cuerpo que se entrega, una cena con los amigos, aquella película, un hermoso paisaje, esas vacaciones en la playa, el sol que entra ahora en mi cuarto...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si lo deseas, puedes hacer el comentario que consideres oportuno.