Si
nos atenemos al criterio democrático de las mayorías, parece que Europa no
importa a una buena parte de la ciudadanía española: según las últimas
encuestas, una parte considerable de los votantes potenciales optarán por
abstenerse de ir a las urnas el 25-M. Sin embargo, esta postura abstencionista
(más quienes opten por el voto en blanco) no parece mover a la reflexión a los
grupos políticos que ofrecen sus candidaturas para el Parlamento Europeo: muy
al contrario, ponen en marcha sus automatismos electorales, pegan
simbólicamente sus carteles, sacan sus coches y sus altavoces a la calle,
aumentan el montante del dinero que deben a los señores banqueros para gastar
en propaganda, proclaman que son boccato
di cardinale en comparación con el resto y asegurarán al cierre de los
colegios electorales que han ganado. Es así de penoso, pero muchos de las opciones
electorales llevan permanentemente puesta una coraza de grandes frases y
orondos eslóganes a prueba de realidades.
Bien
es cierto que para dirimir la cuestión de si Europa importa o no importa hay
que aclarar primero qué es eso de Europa y de qué Europa se está hablando al
convocar a las elecciones europeas. Por un lado, se acude a lugares comunes,
tales como que Europa, principalmente
desde Grecia y Roma, es “la cuna de la civilización occidental”, el centro mundial
a partir del siglo XVI, generadora de buena parte de las mayores aportaciones
en arte, ciencia, técnica, cultura, pensamiento filosófico, político y social, amén
de ser “una idea, una esperanza de paz y entendimiento”
(Declaración Berlín, 2007).
Sin embargo,
pocos discursos y programas electorales hablan de esa Europa, pues afrontan la
cita primordialmente como un test cara a las próximas elecciones autonómicas,
locales y generales, o un aval para confirmar o descalificar las medidas
económicas y sociales tomadas por el Gobierno del PP por imposición de Bruselas
y de la Troika en general. La cosa es que ya está dado el pistoletazo de
salida para las elecciones al Parlamento Europeo (una razón más para pasar más
deprisa que de costumbre las páginas ad
hoc de la prensa o para evitar en lo posible los telediarios), siempre
acompañadas de discursos rimbombantes, pero que apenas rozan el hecho de que el
Parlamento Europeo apenas pinta nada en la política monetaria, financiera, social
y laboral de la ciudadanía. Así, por mucho que desde casi todas las candidaturas se prometa allí voces críticas y
lucha comprometida, Bruselas, la Comisión, el BCE o el Eurogrupo (ninguno de
sus miembros es votado por la ciudadanía europea) están arruinando nuestras
vidas y el futuro de millones de seres humanos, principalmente jóvenes, a
merced de los intereses de la minoría rica, cada vez más rica.
El
PP y Arias Cañete aseguran desde sus
carteles electorales que “lo que está en juego es el futuro”, sin aclarar de
qué futuro hablan y de quién es ese futuro (por ahora los únicos que tienen un
gran futuro son los grandes bancos y las grandes empresas). El PSOE y Elena Valenciano advierten de que “el cambio
empieza por Europa”, no por ellos, quizá porque llevan muchos años en que el
cambio brilla por su ausencia. Otros hablan del “poder de la gente” (como si el
recuerdo de ese poder potencial aliviara en algo la respuesta de por qué la
mayoría de esa gente, lejos de reaccionar, indignada, vuelve a votar sobre todo
a los dos “partidos mayoritarios” -versión rediviva del síndrome de Estocolmo).
Otros en fin, hablan de primaveras y de personas en fondo de color de brote
verde. Por el cerebro y el corazón de muchas y muchos (servidor incluido)
sangra, mientras, la vergonzante incapacidad de los grupos de izquierda y
progresista para unirse en una sola coalición electoral. Republicanos de
izquierda, socialistas y comunistas fueron capaces de formar un Frente Popular
en 1935 que culminó en la proclamación de la II República. Tenían ideas e
ideales. Hoy los grupos que se autodenominan de izquierda presentan solo un
patético panorama de desunión y de marasmo político.
El Preámbulo
del Tratado para establecer una Constitución Europea del año 2003 hablaba de
“los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la
persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho”,
como fundamento esencial de la Unión Europea. Hoy solo
me viene a la cabeza la reforma perpetrada en agosto de 2011 del artículo 135
de la Constitución Española, en la que, bajo la presión de los poderes fácticos
políticos, financieros y económicos imperantes en Europa, quedó establecido el principio
de "estabilidad presupuestaria", a fin de asegurar la dictadura de la
amortización del déficit en beneficio de los grandes capitales acreedores y la
demolición del estado de bienestar y de no pocos derechos y libertades de la
ciudadanía. (Para convocar un referéndum
al respecto bastaba solo con el 10% de los miembros del Congreso o del Senado...)
(“No me contéis más cuentos…”)
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