Viernes, 6 de septiembre. Último día de
la 14ª semana en el portal de la Consejera aragonesa de Educación.
Al llegar, el perroflauta se ha
encontrado por tercera vez en un mes con unas obras en el mismo trozo de la calzada.
¿Lo sabe el Ayuntamiento? ¿Le conviene a alguien del Ayuntamiento?
Laura, hija de Salvador, ha estado un
rato con el perroflauta. Estudia Enfermería y le ha contado que buena parte del
profesorado de la Escuela exige para aprobar una asignatura una nota superior
al 6,5 - 7. Es el síndrome del complejo
de superioridad (que suele denotar un complejo de inferioridad larvado)
contagiado del virus de la exigencia irracional. Laura parece hermosa por fuera
y por dentro. Víctor nos ha hecho esta foto.
Juan
de Mairena me ha estado contando historias de su maestro y creador, Antonio
Machado, para que aprenda de él a continuar adelante a pesar de las
dificultades.
“Tuvo
suerte”, contaba Juan de Mairena, “cuando, aún niño, estudió en la Institución
Libre de Enseñanza, fundada por Giner de los Ríos. Estudió Bachillerato, fíjate
que casualidad, en el mismo Instituto donde tú te presentaste y ganaste las
Oposiciones a profesor de Bachillerato, en el San Isidro. Fueron momentos
intensos para el maestro Antonio y cada día constituía una hermosa novedad para
él, pero los problemas económicos de su familia y las muertes por tuberculosis
casi seguidas de su padre y su abuelo, fueron duros golpes para aquel muchacho.
Yo, personalmente, estaba algo preocupado por el rumbo que iban a seguir sus
pasos”, proseguía Juan de Mairena.
“Sí,
realmente es siempre un misterio cómo un niño puede acabar siendo genial”,
comenté. “Bueno, lo de genio siempre es relativo, depende de quién lo mire y
cómo se mire”, dijo Juan de Mairena, “conoció a gente de gran valía, sin duda
alguna como Valle-Inclán, Óscar Wilde, Pío Baroja, Rubén Darío, Juan Ramón
Jiménez, Unamuno, García Lorca…, pero él se centró siempre en ser un buen
profesor de francés de Instituto”.
“En
cierto modo, se parecía a ti”, me dijo, con sus ojos clavados en los míos, “en
que también le gustaba mucho la filosofía. Recuerdo cómo le latía con fuerza el
corazón cuando asistió a las clases de Bergson en París. Tenía solo catorce o
quince años. Tú también pasabas horas y horas por la noche leyendo a Heidegger,
nunca te parecía hora de irte a la cama”. “Sí…”, confirmé, con un suspiro de
nostalgia, “Aristóteles mismo inicia su primer libro de Metafísica afirmando
que el ser humano anhela saber y conocer por naturaleza, casi como por instinto
intelectual. Lo que pasa es que nos educan de tal forma que finalmente se nos
adormece ese verdadero anhelo de conocer”, concluí. Riendo, Juan de Mairena me
cuenta que su maestro y creador Machado sacó la carrera Filosofía, ya mayor, a
trancas y barrancas en la Universidad Central de Madrid.
“No
todo fue tan estupendo para Machado, ya lo sabes”, continuó Juan de Mairena.
“Ya en Soria, con 34 años, se enamoró de Leonor, una muchacha de 13 años, con
la que se casó cuando tenia 15. Mi maestro se sentía feliz, estaba pletórico de
felicidad, a pesar de las malas lenguas venenosas de la ciudad. Sin embargo, al poco tiempo, Leonor murió de
tuberculosis y él solo deseaba morir. Cada rincón de la casa y de la ciudad le hería
el alma. Solo las clases de francés en el instituto de Baeza (Jaén) fueron para
él una ventana abierta a la realidad”.
Los
ojos de Juan de Mairena están mirando hacia la oscuridad de unos recuerdos que
hieren mucho. “Sigue, por favor”, le ruego. Parece que no me ha oído, pero
continúa como un autómata: “Ya en plena madurez, no se le ocurre otra cosa que
enamorarse de una mujer casada, a la que en algunos libros de poemas llama
Guiomar… Lo pasó mal y no acabó nunca de sentirse bien con esta historia, pero
no podía evitarlo, era superior a sus fuerzas. Antonio Machado era un
entusiasta del amor y se entregaba a él, cuando le llegaba, en cuerpo y alma”.
Juan
de Mairena metió un papel doblado en el bolso que yo suelo llevar en bandolera.
“Guárdalo. No lo abras, hasta que yo me vaya hoy a pasear”, dijo “Las pasó
bastante canutas”, prosiguió, “con el golpe de Estado perpetrado por Franco y
sus secuaces. Se temía lo peor, pero en lugar de esconderse o huir como un
cobarde, se dedicó a escribir artículos comprometidos y comprometedores en La
Vanguardia, por entonces el principal órgano de expresión del gobierno de la
República. A finales de enero de 1939, no tiene más remedio que refugiarse en
Francia, oculto para hacer el viaje en una ambulancia. Pasó su última noche (del
26 al 27 de enero) en España en el pueblecito gerundense de Raset (actualmente
tiene 164 habitantes) y las tinieblas más densas y oscuras se adentraron en su
alma y apenas le dejaron pegar ojo durante toda la noche. El 28 de enero llegó
a Colliure y el 22 de febrero murió en un pequeño hotel de esa localidad gala.
A los tres días, murió su madre, Ana… No me extraña, se querían tanto…”.
“Vi
como escribía su último verso”, Juan de Mairena seguía hablando con la barbilla
hincada en su pecho. “Dejé una copia en el bolsillo de su abrigo, pero el
verdaderamente original se quedó conmigo…”.
“¿Qué
decía ese verso, Juan?”, le pregunté inmediatamente y con bastante ansiedad.
“Me
voy a pasear un rato”, respondió.
Y
comprendí. Mientras Juan de Mairena se alejaba, abrí la cremallera de mi bolso
donde él había metido un papel, lo saqué con cuidado y lo leí, a la vez que
desde aquel trozo de papel blanco parecían bailar decenas de chiribitas:
«Estos
días azules y este sol de la infancia»
Todas las mañanas, el conductor de un camión de la limpieza de la ciudad ha estado saludando al perroflauta motorizado desde lo alto de su cabina. Hoy se ha acercado hasta el portal para saludarlo personalmente, pues está de vacaciones. Con él delante, el día se ha hecho más azul y el sol de la infancia ha iluminado cada rincón del viejo perroflauta motorizado.
Hasta
el próximo día.
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