Hace 35 años nació Javier en la
Clínica San Francisco de Asís, de Madrid. El perroflauta motorizado ha
escuchado en el portal de la Consejera las Variaciones Goldberg completas de J.S.
Bach, recordando ese momento y los sucesivos episodios de la vida de su hijo hasta
hoy, que espera con Pilar ser padre dentro de unos días. Solo interrumpían de
vez en cuando los inquilinos, cada vez más amables, del portal de la Consejera,
y algunos viandantes curiosos (alguno diciendo desde cierta distancia que no
estaba de acuerdo con los carteles que el perroflauta y Marga mostraban en esos
momentos).
Juan de Mairena está de viaje, Se ha
ido con Begoña a Valencia todo el fin de semana. Ambos me han llamado y me han
dicho que felicitara a Javier. “Anda, dile que lo queremos y que lea esto:
“Porque, ¿cantaría el
poeta sin la angustia del tiempo, sin esa fatalidad de que las cosas no sean
para nosotros, como para Dios, todas a la par, sino dispuestas en serie y
encartuchadas como balas de rifle, para dispararlas una tras otra? Que hayamos
de esperar a que se fría un huevo, a que se abra una puerta o a que madure un
pepino, es algo, señores, que merece nuestra reflexión. En cuanto nuestra vida coincide
con nuestra conciencia, es el tiempo la realidad última, rebelde al conjuro de
la lógica, irreductible, inevitable, fatal. Vivir es devorar tiempo: esperar; y
por muy trascendente que quiera ser nuestra espera, siempre será espera de
seguir esperando. Porque aun la vida beata, en la gloria de los justos,
¿estará, si es vida, fuera del tiempo y más allá de la espera? Adrede evito la
palabra “esperanza”, que es uno de esos grandes superlativos con que aludimos a
un esperar los bienes supremos, tras de los cuales ya no habría nada que
esperar. Es palabra que encierra un concepto teológico, impropio de una clase
de Retórica y Poética. Tampoco quiero hablaros del Infierno, por no impresionar
desagradablemente vuestra fantasía. Sólo he de advertiros que allí se renuncia
a la esperanza, en el sentido teológico, pero no al tiempo y a la espera de una
infinita serie de desdichas. Es el Infierno la espeluznante mansión del tiempo,
en cuyo círculo más hondo está Satanás dando cuerda a un reloj gigantesco por
su propia mano”.
Al ir leyendo las palabras de
Mairena, el corazón del perroflauta motorizado se llenó de recuerdos y de gratitud.
De inmediato le sobrevino una gran sorpresa, al ver tumbados en plena calle nada más ni nada menos
que a Thomas Mann y Albert Einstein.
Einstein, con su pelo alborotado dice
al perroflauta motorizado, haciéndole un guiño: “Felicita de mi parte a Javier.
Y dile esto, que él lo entenderá, que para eso es matemático”:
Mann, a su vez, conservando siempre
su porte distinguido, añade: “Yo no llego a tanto. Solo soy un escritor.
Recuérdale algo que ya sabe, que ya ha leído”. Y me entrega esta nota,
pulcramente escrita:
«¿Puede
narrarse el tiempo, el tiempo en sí mismo, por sí mismo y como tal? No, eso
sería en verdad una empresa absurda. Una narración en la que se dijera: “El
tiempo transcurría, se esfumaba, el tiempo fluía” y así sucesivamente… Ningún
hombre en su sano juicio consideraría algo así como un relato. Sería, poco más
o menos, como si se pretendiese mantener febrilmente una única nota, o un único
acorde durante una hora y eso se hiciera pasar por música… El tiempo es también
un elemento de la música, que como tal mide y estructura el tiempo, lo
convierte en algo precioso que se nos hace muy breve, en lo que, como ya se ha
dicho, se asemeja a la narración, que igualmente (y a diferencia de la obra
plástica, que se hace patente de una manera inmediata y sólo está unida al
tiempo en tanto que es un cuerpo) no es más que una sucesión de elementos en el
tiempo. El elemento temporal de la música no es más que un fragmento del tiempo
humano y terrenal en el que ésta se vierte para exaltar y ennoblecer al hombre
hasta un punto indescriptible. Esperamos que la experiencia y los recuerdos del
lector nos sirvan de base para evocar ahora esa maravillosa sensación de estar
perdido del mundo. Caminas y caminas… y por ese camino nunca llegarás a casa a
tiempo, porque habrás perdido el tiempo, como te habrás perdido en el tiempo».
A
lo lejos, la violinista rusa que toca al inicio de la calle Alfonso
interpretaba una vieja y tradicional melodía. El perroflauta motorizado soñó en
aquel momento que aquella melodía volaba veloz, por encima del Pirineo, y
llegaba, limpia, hasta Javier, que justo 35 años antes estaba naciendo aquella
misma hora en una Clínica del norte de Madrid.
Hasta
mañana.
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