PUBLICADO el 24 de diciembre EN EL HUFFINGTON POST
Cercana la Navidad, me acerqué
el otro día a una tienda de instrumentos musicales dispuesto a comprar una
zambomba, pero al principio no entendieron qué les estaba pidiendo. “Ah, vamos,
un membranófono de fricción”, exclamó finalmente el dependiente, que concluyó:
“No tenemos”. Me quedé consternado. ¿Adónde vamos a parar en unas navidades sin
zambomba?”, me pregunté.
Vino en mi auxilio el mismísimo
Arnold J. Toynbee, historiador británico, que a pesar de llevar cuarenta y
tantos años fallecido, portaba la misma distinguida cabellera y un traje de
lana de alta calidad. Apareció ante mí como por encanto, y se puso a explicarme
de inmediato que desde hace decenas de miles de años el 21
de diciembre se celebra el solsticio de invierno, el momento del año en el que
la posición del Sol alcanza su máxima declinación sur con respecto al ecuador
celeste. Desde ese momento, los días cada vez son más largos, hay más luz y la
vida parece rebrotar tras el letargo invernal. Agradecí sinceramente a míster
Toynbee sus aclaraciones, aunque seguía algo frustrado por el asunto de la
zambomba, quise regalarle unos cuantos polvorones que acababa de comprar, pero
ya se había esfumado entre los tejados de la plaza del Pilar.
Aún no me había repuesto de la sorpresa,
cuando percibí un inequívoco olor a tabaco de pipa, y lo reconocí nada más
verlo, tan delgado, tan elegante, tan premio Nobel como antaño: Bertrand
Russell. Ya no me extrañó que también llevara cerca de cincuenta años
fallecido, pues el espíritu de la Navidad o del Solsticio invernal (no sé a estas
alturas cómo llamar a esas fiestas) es capaz de realizar muchos y emotivos
portentos. “Portentos ocurren todos los días, apreciado amigo”, me dijo Russell
a modo de saludo, “basta para ello que recuerde que yo contraje matrimonio
cuatro veces, tuve tres hijos, y aquí me tiene, bien muerto, pero a la vez
fumando esta pipa tan a gusto”.
Nos sentamos en una cafetería cercana para
resguardarnos de la niebla y del cierzo, pidió un té bien caliente, y comenzó
su perorata con voz tranquila y profunda:
“Hace más 3.000 años, se celebraba en Frigia el 25 de diciembre el
nacimiento del dios Atis de una virgen llamada Nana y algunas tradiciones
budistas relataban hace ya más de 2.500 años que Buda había nacido en esa misma
fecha de otra virgen, Maya, tras haber sido anunciado por una estrella. Sin
salir de Asia, hace 4500 años se creía que Krishna había nacido también de la virgen
Devaki el 21 de diciembre. Curiosamente, su padre era un carpintero y a su
nacimiento, señalado por una estrella en oriente, asistieron ángeles y pastores.
Y ya ve usted”, me dijo mientras sorbía el último resto de té, “ninguno de esos
pueblos conocía la zambomba”.
Unióse de improviso a la tertulia Anaxímenes
de Mileto, cuya túnica no llamó la atención, pues ya se sabe que en Navidad o
en Solsticio de invierno solo llama la atención quien no va cargado de bolsas y
cajas. Y Anaxímenes amplió el tema con más datos: “En nuestras tradiciones encontramos
celebraciones y tradiciones muy parecidas. Dionisos nace el 21 de diciembre de
una princesa virgen, y fue colocado en un establo o pesebre. Heracles o
Hércules nace también en el solsticio invernal de otra virgen, Alcmena, cuyo
marido se abstuvo de tener relaciones sexuales con ella hasta el nacimiento de
su hijo. E incluso ha llegado a mis oídos que también el dios Horus egipcio nace
el 25 de diciembre de la virgen Isis-Meri en una cueva con ganado. Su
nacimiento fue anunciado por una estrella en el oriente y acudieron a su venida
al mundo tres hombres sabios. E incluso en en Persia una tradición relata que Mitra
nació de una virgen en el solsticio de invierno en una cueva y a su nacimiento asistieron pastores que portaban
presentes”.
Me atreví a intervenir entre tan preclaros
pensadores: “Ahora irrumpe nuestro único
dios: el dios Consumo. Cuando se encienden unas primeras luces (del Corte
Inglés) nuestro dios nos anuncia su buena nueva, sobre montañas de compras y
regalos. Como cada vez hay más gente sin dinero, apenas si puede comprar, pero
nos queda el consuelo de que el solsticio de invierno significa que cada día
estaremos más cercanos a la luz y al calor, y la tierra se prepara para ofrecer
en el futuro sus frutos y cosechas. El día irá venciendo a la noche, y los
fieles adoradores del dios Consumo derramarán hasta la última gota de sus
carteras para comprar, comer, beber, regalar y divertirse en el seno de sus
diversos clanes”.
Felices fiestas (de lo que sea, pero con membranófono de fricción, a ser posible).