viernes, 19 de diciembre de 2014

Obsolescentes, sí, pero no idiotas


PUBLICADO el 18 de diciembre  EN EL HUFFINGTON POST
Echo un vistazo a los aparatos y cacharros que tengo en casa y todos parecen estar condenados a una muerte pronta, que no será llorada por nadie, pues se van silenciosamente de nuestro entorno sin que tengamos que derramar una lágrima. Algunos llaman a este fenómeno obsolescencia programada, desde el supuesto de que todo ha sido creado para que nos sea útil, y su vida está calculada de antemano por el fabricante desde que están ensamblando sus piezas para que pueda nacer en el mercado de las obsolescencias programadas, donde todas han de morir pronto (inútiles, inservibles y no funcionales) y podamos sustituirlas  en un plis plas por otras nuevas y tan condenadas a morir como las anteriores. Y si algún loco pretende resucitar sus cacharros y aparatos llevándolos a arreglar, procurarán disuadirle de tan demente ilusión, pues el arreglo será siempre más caro que la compra de otro cachivache nuevo, más moderno, más perfecto quizá, pero tan programadamente mortal como sus antecesores.
Suele señalarse como inicio de la programación de los productos obsolescentes en masa el año 1924, en el que el cartel Phoebus (básicamente, los tres fabricantes de bombillas más importantes del mundo) acordó el control y la venta de bombillas mediante el establecimiento de la duración máxima de una bombilla (1.000 horas de media) y un precio mínimo de la misma, según la zona en que se vendiera. Así se inició el endurecimiento del corazón de los humanos ante la muerte de un producto obsolescente: ¿Se ha fundido una bombilla? Voy al cajón de un armario donde tengo otras tres bombillas de repuesto. ¿No funciona la lavadora? Voy a la tienda y compro otra que le da mil vueltas en tecnología y botones a la ya fenecida. ¿Me ofrecen un móvil nuevo si cambio de operador telefónico? Regalo el que tengo o lo llevo a un “Punto Limpio” de reciclaje, pues soy muy ecologista y no lo tiro al cubo de la basura orgánica.
La música, la moda, la literatura, la política, la tecnología, etc. van transformándose cada vez con mayor rapidez en mercancías obsolescentes. Nuestras propias mentes están ensambladas dentro de un sistema de obsolescencia programada por la que hasta el momento nos hemos estado inclinando cíclicamente por el PSOE o el PP, González o Aznar, ZP o Rajoy, o por otros subproductos quizá con defectos de fabricación que algunos seguimos obstinados en votar.
Ahora nos enfrentamos a un grave dilema, pues al parecer una parte considerable de la ciudadanía considera obsolescentes a la rosa, a la gaviota y a los productos obsolescentes programados como minoritarios (IU, UPyD, CiU, PNV…), mientras aparece en pleno proscenio, rutilante, Podemos, lo cual nos plantea la madre de todas las preguntas: ¿Es Podemos otro producto obsolescente programado para que la gente, cansada de tanta obsolescencia, se ilusione comprando el ofertón de tres productos nuevos por uno en el mercado de la obsolescencia? ¿Es, más bien, Podemos el producto que cumplirá su promesa de acabar con la obsolescencia del país, del planeta y de la galaxia entera?
Carezco de respuestas consistentes, que superen a mi propia obsolescencia. Me limito, pues, a contar un cuento que seguramente usted ya conocerá y que nada tiene de invención, pues es tan real como el teclado obsolescente de este ordenador obsolescente donde estoy escribiendo lo que usted lee en estos momentos. Había una vez una bombilla de 60 watios (aunque dicen que hoy su potencia apenas supera los 4) que lleva luciendo ininterrumpidamente desde hace 110 años en el cuartel de bomberos número 6 de una pequeña ciudad californiana, llamada Livermore. No pocos científicos se preguntan cómo una pobre y más que centenaria bombilla esté teniendo tan larga vida (descontado que, por ser bombilla, ni bebe ni fuma ni nada de nada).
Pues bien, quizá podemos ser como esa bombilla de Livermore, pues hay algo en cada uno de nosotros que está más allá de cualquier obsolescencia: la propia dignidad, refractaria a cualquier programación, y los derechos fundamentales en los que reside nuestra propia humanidad y nos identifica como humanos, obsolescentes, pero no idiotas.







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