miércoles, 10 de diciembre de 2014

¿Pero quién en su sano juicio aún dice a estas alturas que el Estado español es aconfesional?


ARTÍCULO PUBLICADO HOY EN EL HUFFINGTON POST 

Hagamos un poco de historia para abrir bocado. El 7 de diciembre de 1585, los Tercios españoles, ni más ni menos, cercados por las tropas del almirante Holak en los Países Bajos, se encontraban en una situación casi desesperada, apenas sin víveres y ropa seca. Sin embargo, viendo que no se rendían, el almirante holandés hizo abrir los diques de algunos ríos, por lo que a los Tercios no les quedó otro refugio que un montecillo de nombre Empel. Y como la providencia divina siempre ha manifestado su predilección por España, la pala de un soldado español que cavaba una trinchera dio con la imagen de la Inmaculada Concepción en una tabla flamenca, signo inequívoco de los favores divinos por la madre patria. En la madrugada del 8 de diciembre un viento gélido congeló todas las aguas que rodeaban la isla, los Tercios atacaron por allí al enemigo y obtuvieron la victoria: había nacido el milagro de Empel.
Dicho portento fue entendiéndose por todo el Reino hispano, de tal forma que la Infantería española, heredera de los Tercios, tiene por patrona a la Inmaculada Concepción, aunque las Fuerzas Armadas sean una institución pública del Estado, supuestamente aconfesional, según la Constitución. Por si fuera poco, también las Facultades de Farmacia, igualmente instituciones públicas, la tienen como patrona, lo cual no deja de ser otro anacronismo que contradice el antedicho principio constitucional. La cosa es que desde hace siglos la festividad católica de la Inmaculada concepción es “fiesta nacional no sustituible” en los reinos de su Majestad Católica, es patrona de numerosas localidades y comarcas e incluso en Toledo es tradición que su alcalde jure ese día pública y solemnemente “delante de Dios omnipotente (..) defender que la Virgen María fue concebida sin pecado original”.
Otra cosa es que se sepa qué sea eso de la “Inmaculada” o la “Purísima Concepción”. El punto de partida mitológico es el relato bíblico-mesopotámico de que hubo una primera pareja de la que descendemos todos los humanos que cometió un pecado primero,  “original”, fuente de todos los males de la humanidad y que todos y cada uno contraemos al ser concebidos por nuestros padres. Ese pecado original acarreó como castigo la muerte, el trabajo, el sufrimiento, el dolor al parir, las “tendencias pecaminosas” y lo que más han temido siempre los jerarcas católicos: la libido sexual. Y como Dios no podía consentir que la madre del divino Jesús de Nazaret quedase contaminada con ese pecado y esa proclividad al mal, hizo que fuese concebida sin mancha o pecado alguno, incluido el original, y quedar así exenta de las malas pulsiones (principalmente, la libido). La Inmaculada Concepción nada tiene que ver, pues, con esa otra creencia común de que Jesús fue concebido sin intervención de varón y que su madre mantuvo intacto el himen antes, durante y después del parto.
Creerse o no creerse el mito del pecado original y el dogma católico de la Inmaculada Concepción es una cuestión estrictamente personal. Ahora bien, que en pleno siglo XXI tal creencia sea aún día festivo en el calendario civil de un país cuya Constitución declara que ninguna confesión tendrá carácter estatal (artículo 16.3) es un despropósito. Desde el respeto a todos los credos y ritos confesionales, la consecución de un Estado realmente laico y aconfesional constituye una de las asignaturas pendientes más importantes en nuestro país, pues es la única vía adecuada para garantizar a la ciudadanía el libre ejercicio de sus derechos, en el marco del derecho inalienable a la libertad de conciencia y de la plena igualdad, sin privilegios ni discriminaciones.

De hecho, el respeto a todas las ideas y el carácter aconfesional de las instituciones del Estado debería ser enseñado en todos los centros educativos. En consonancia con ello, cualquier privilegio (la iglesia católica disfruta de muchos, gracias al Concordato franquista aún vigente desde 1953 y los Acuerdos de 1979) es incompatible con el derecho universal a la igualdad de todas y de todos ante la ley sin discriminación por motivos de nacionalidad, raza, creencia, sexo o cualquier otro motivo.

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