PUBLICADO EN EL PERIÓDICO DE ARAGÓN
A
inicios de los años sesenta, se estrenó con gran éxito (dos Oscar y once
nominaciones) la película de Stanley
Kramer ¿Vencedores o Vencidos? (Judgment at Nuremberg). Como muchos sabrán,
la película narra el proceso a cuatro
jueces, en el contexto histórico del Juicio de Nuremberg, por algunas sentencias de esterilización y
pena de muerte dictadas contra algunas personas a las que se aplicaron las
leyes nazis de depuración de la raza aria y exterminio de judíos, comunistas y
personas con taras físicas o mentales. La película plantea si un juez es
inocente si se limita a aplicar las leyes vigentes en el Estado, pero también
deja flotando en el aire la cuestión de si un ciudadano cumple con su deber si
se limita a cumplir las leyes existentes en su país, con independencia de que en
conciencia esté más o menos de acuerdo con ellas; en otras palabras, al
espectador de la película se le plantea la cuestión ética de su responsabilidad
personal y social como ciudadano ante lo que considera injusto, así como el
valor incondicional de los derechos humanos.
Las
leyes no llueven del cielo, sino que son producto y reflejo de la voluntad
popular mediante asambleas representativas o de la voluntad más o menos
arbitraria del déspota. Tienden a regular la dinámica de un país, de las personas
y los grupos que lo integran en sus distintos ámbitos (social, económico,
cultural, seguridad, ocio, consumo, etc.), pero pocas veces puede decirse que
una ley es estrictamente ecuánime, democrática y justa mientras principalmente sea
el reflejo y esté al servicio de los intereses de la clase dominante. Así, por
ejemplo, la Ley Hipotecaria de 1946 que regula el
mercado hipotecario en España, modificada en parte en 2007, busca primordialmente
garantizar a las entidades financieras la patente de corso y la parte del león
en cualesquiera circunstancias.
Puede ser legal, pero también de ética dudosa que banqueros
y altos empresarios reciban indemnizaciones y pensiones hipermillonarias,
mientras más de dos millones de parados de larga duración no cobran ningún
subsidio de desempleo. O que Defensa reclame entre 800 y 1.000 millones más al
año para pagar sus deudas en la compra de un armamento tan sofisticado como
inútil (entre 23.000 y 36.000 millones de deuda) a la vez que quedan recortados
gastos fundamentales en educación, sanidad y otros servicios sociales. O que,
entre un millón de casos más, los ministros Pedro Morenés y Luis de Guindos provengan de puestos
directivos en empresas directamente relacionadas con sus carteras, o que F. González, José
Mª Aznar, Pedro Solbes o Elena Salgado ocupen puestos como
directivos, asesores o miembros de Consejos de Administración de empresas
directamente vinculadas con intereses nacionales básicos y con importantes
decisiones adoptadas durante sus respectivos Gobiernos. Y así, hasta el
infinito…
Es todo muy legal, pero no hace falta ir a Dinamarca para
percibir cierto olor a podrido. La ciudadanía no debe quedar impasible ante
tanto desmán presuntamente legal, pues en muchos casos la legalidad está al
servicio de un sistema de intereses del poder económico y financiero, y de un
sistema de recompensas a los lacayos que han servido pronto y bien a sus
señores. Mediante la tapadera de una crisis que en realidad es una simple y
nuda estafa, se está perpetrando un linchamiento de los derechos y las
libertades de la ciudadanía conducente a un sistema donde una minoría, cada vez
más rica y poderosa, impone su legalidad (=su instrumento de defensa y acaparamiento
de poder y de dinero) en detrimento de la inmensa mayoría de la población.
Las leyes deben sustentarse y estar basadas en la defensa y
el fomento de las libertades y los derechos humanos universales fundamentales. Una
ley se acerca a su ilegitimidad en la medida que se aleja de su única razón de
existir: las libertades fundamentales y los derechos humanos universales
(vivienda, trabajo, salud, educación, etc.).
Los jueces nazis esterilizaron, condenaron y condujeron a
campos de concentración y cámara de gas en nombre de la legalidad vigente. Hoy
es posible, incluso imprescindible, que la ciudadanía se cuestione si, salvatis
salvandis, debe desembarazarse de su pasividad y su silencio, para emprender un
camino de compromiso y resistencia frente al poder instituido y algunas de sus
leyes, palmariamente injustas y lesivas.
El poder lo sabe y ordena a sus lacayos gobernantes tomar
medidas coercitivas con la ciudadanía indignada. Esto explica que se parapeten
hoy con instrucciones precisas y medios contundentes tras las “fuerzas del
orden” (=su orden), las “fuerzas de seguridad” (=aseguradoras de su sistema), el
“brazo armado de la ley” (=un sistema legal, fundamentalmente reflejo y
garantía de los intereses del poder económico español, europeo y mundial).
Arrecia así la lluvia de multas, sanciones, juicios, identificaciones y
represiones que pretenden disuadir a la gente, cada vez mayor en su indignación
y en número, mediante el temor a que sufran aún mayor quebranto sus bolsillos y
sus derechos.
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