Una niña, muy poco integrada en su grupo,
fue invitada por una compañera de colegio a la fiesta de su cumpleaños.
Cualquiera que durante la fiesta observara cómo jugaba, miraba o corría, podía
percatarse del infierno por el que aquella niña estaba pasando. Unas ligaduras
invisibles parecían atarla de pies y manos. Sus movimientos eran de una gran
lentitud, siempre posteriores a los de los otros, y su boca permaneció casi
sellada mientras duró la fiesta. Sus ojos rehuían el encuentro y la
comunicación y apenas si osaban mirar hacia algún lado. Cuando alguien se
dirigía a ella, parecía vivirlo como un castigo...
Sin embargo, en medio del grupo, oculta
entre los juegos y el alboroto, se la veía reír y divertirse. De vez en cuando,
lanzaba una mirada cautelosa, como vigilando que nadie reparara en su
existencia. Respiraba entonces aliviada y proseguía jugando. En cuanto alguien,
aun involuntariamente, la sacaba del anonimato, volvía a encogerse dentro de su
caparazón. Pero no siempre ocurría lo mismo: algunas mañanas, en el patio del
colegio, antes de subir a las clases, aquella niña buscaba una vez, una sola
vez, mi mirada. Cuando nuestros ojos se encontraban furtivamente, ella sonreía.
Siempre. Una vez, una sola vez. Era su forma, su única forma, de saludarme y
darme los buenos días, a la vez que de sentirse
apreciada y reconocida...
Detrás de esta historia y otras mucha
similares, hay casi siempre el mismo común denominador: inseguridad en uno
mismo. Como la timidez asoma generalmente
su rostro en presencia de otros, achacamos a éstos el origen de nuestra
turbación. Sin embargo, lo cierto es que no importan tanto los otros cuanto
nuestro propio miedo a quedar mal, a no saber desenvolvernos adecuadamente, a
causar una impresión deplorable. Es decir, el principal responsable de la
timidez está dentro de nosotros mismos: la imagen que quisiéramos ofrecer y que
nos sentimos incapaces de dar, el desajuste entre lo que se desea ser y lo que
uno cree ser realmente (y que se tiene en tan poca estima, que produce
vergüenza)
Y es que lo peor de la timidez es a veces
imperceptible a la mirada cotidiana, pues va por dentro, discurre por oscuras
angosturas subterráneas. El tímido puede estar debatiéndose sin tregua entre hablar o no en un grupo de amigos o de
compañeros, diseccionando febrilmente la oportunidad o inoportunidad del
momento, intentando apresar la ocasión adecuada, diseñando una y mil veces
antes el esquema de lo que va a decir, previendo minuciosamente las posibles
reacciones de los otros, las tan temidas miradas de “cachondeo”. Así, quince
minutos, tres cuartos de hora, hora y media... (Al final, no interviene o
apenas nada...). El tímido no necesita consejos, libros, recetas o experiencias
fuertes para superar su timidez, sino simplemente que lo dejemos en paz (no al
margen o de lado) y una sincera sonrisa de vez en cuando. Además de
agradecerlo, le servirá de acicate para acercarse un poco más a los que
considere cordialmente cercanos.
Si nos quisiéramos más... Si nos valoráramos
más... Si no concediésemos gratuitamente tanto poder a los demás (de hecho, tienen
el poder que queremos reconocerles)... Creeríamos entonces que tenemos algo que
decir, dar o compartir; pensaríamos que nuestras ideas valen tanto (o no menos)
como las de cualquier otro; que no somos tan del montón, ni nuestros defectos
son tan ostensibles; que somos capaces de ser apreciados; que la vida no es tan
dramática ni tan cómica como creemos, sino simplemente prosaica (y que la prosa
es aceptable, incluso a veces bella); que no pasa nada si alguien pretende
reírse de nosotros o simplemente no nos hace ni caso (lo que realmente somos no
sufre merma alguna por ello)...
Si nos quisiéramos menos... Si no nos
tomásemos tan en serio... Si fuésemos capaces de tomar con más humor las cosas
de la vida, incluso las que no nos han dejado en muy buen lugar... Si hubiese
una mayor identidad entre nuestro yo real y nuestro yo ideal, entre nuestra
realidad y nuestro anhelo... Meter la pata no es necesariamente espantoso, sino
algo que hacemos todos tarde o temprano, con mayor o menor frecuencia... Queda
en ridículo sobre todo el que no soporta quedar en ridículo (no hay individuo
más cómico que el que va de pavo real por la vida, altivo, seguro y con aires
de grandeza). ¿Realmente tiene tanta importancia llamar la atención (aun
involuntariamente), disentir del grupo o que disientan de nosotros, que nos den
calabazas, que no nos otorguen el primer premio en nada, que otros sean mucho
más brillantes, que no le guste a alguien lo que pensamos, cómo lo decimos,
cómo vestimos...?
Lo importante no es destacar, sino
encajar, pero para encajar con los demás no podemos ir vedándoles lo que
realmente somos, mostrándoles a cambio caretas de cartón piedra. Si hay acuerdo
conmigo mismo, si me tengo aprecio (y, por consiguiente, no me avergüenzo de mí
mismo, de mis capacidades y limitaciones), está de más la timidez: en la vida
siempre hay quien muestra estima o indiferencia o desprecio, y hay que procurar
rodearse de gente que permita un ambiente de cálido y mutuo aprecio. (En
realidad, sólo necesita aplausos el que se siente infravalorado y sólo teme el
menosprecio quien se cree inferior o malo o feo o víctima...).
Si viviéramos en un mundo de gratitud, de
respeto, de manos tendidas, de palabras
bienintencionadas, de besos, de aliento, no habría timidez...
Si nos aplicáramos este cuento, otro gallo nos cantaría. Gracias, maestro
ResponderEliminarMuchas gracias por este aporte.
ResponderEliminarhttp://bit.ly/1bCOJaQ