domingo, 5 de mayo de 2013

Sobre la timidez y los tímidos



Una niña, muy poco integrada en su grupo, fue invitada por una compañera de colegio a la fiesta de su cumpleaños. Cualquiera que durante la fiesta observara cómo jugaba, miraba o corría, podía percatarse del infierno por el que aquella niña estaba pasando. Unas ligaduras invisibles parecían atarla de pies y manos. Sus movimientos eran de una gran lentitud, siempre posteriores a los de los otros, y su boca permaneció casi sellada mientras duró la fiesta. Sus ojos rehuían el encuentro y la comunicación y apenas si osaban mirar hacia algún lado. Cuando alguien se dirigía a ella, parecía vivirlo como un castigo...

Sin embargo, en medio del grupo, oculta entre los juegos y el alboroto, se la veía reír y divertirse. De vez en cuando, lanzaba una mirada cautelosa, como vigilando que nadie reparara en su existencia. Respiraba entonces aliviada y proseguía jugando. En cuanto alguien, aun involuntariamente, la sacaba del anonimato, volvía a encogerse dentro de su caparazón. Pero no siempre ocurría lo mismo: algunas mañanas, en el patio del colegio, antes de subir a las clases, aquella niña buscaba una vez, una sola vez, mi mirada. Cuando nuestros ojos se encontraban furtivamente, ella sonreía. Siempre. Una vez, una sola vez. Era su forma, su única forma, de saludarme y darme los buenos días, a la vez que de sentirse  apreciada y  reconocida...

Detrás de esta historia y otras mucha similares, hay casi siempre el mismo común denominador: inseguridad en uno mismo. Como la timidez  asoma generalmente su rostro en presencia de otros, achacamos a éstos el origen de nuestra turbación. Sin embargo, lo cierto es que no importan tanto los otros cuanto nuestro propio miedo a quedar mal, a no saber desenvolvernos adecuadamente, a causar una impresión deplorable. Es decir, el principal responsable de la timidez está dentro de nosotros mismos: la imagen que quisiéramos ofrecer y que nos sentimos incapaces de dar, el desajuste entre lo que se desea ser y lo que uno cree ser realmente (y que se tiene en tan poca estima, que produce vergüenza)

Y es que lo peor de la timidez es a veces imperceptible a la mirada cotidiana, pues va por dentro, discurre por oscuras angosturas subterráneas. El tímido puede estar debatiéndose sin tregua  entre hablar o no en un grupo de amigos o de compañeros, diseccionando febrilmente la oportunidad o inoportunidad del momento, intentando apresar la ocasión adecuada, diseñando una y mil veces antes el esquema de lo que va a decir, previendo minuciosamente las posibles reacciones de los otros, las tan temidas miradas de “cachondeo”. Así, quince minutos, tres cuartos de hora, hora y media... (Al final, no interviene o apenas nada...). El tímido no necesita consejos, libros, recetas o experiencias fuertes para superar su timidez, sino simplemente que lo dejemos en paz (no al margen o de lado) y una sincera sonrisa de vez en cuando. Además de agradecerlo, le servirá de acicate para acercarse un poco más a los que considere cordialmente cercanos.
Si nos quisiéramos más... Si nos valoráramos más... Si no concediésemos gratuitamente tanto poder a los demás (de hecho, tienen el poder que queremos reconocerles)... Creeríamos entonces que tenemos algo que decir, dar o compartir; pensaríamos que nuestras ideas valen tanto (o no menos) como las de cualquier otro; que no somos tan del montón, ni nuestros defectos son tan ostensibles; que somos capaces de ser apreciados; que la vida no es tan dramática ni tan cómica como creemos, sino simplemente prosaica (y que la prosa es aceptable, incluso a veces bella); que no pasa nada si alguien pretende reírse de nosotros o simplemente no nos hace ni caso (lo que realmente somos no sufre merma alguna por ello)...

Si nos quisiéramos menos... Si no nos tomásemos tan en serio... Si fuésemos capaces de tomar con más humor las cosas de la vida, incluso las que no nos han dejado en muy buen lugar... Si hubiese una mayor identidad entre nuestro yo real y nuestro yo ideal, entre nuestra realidad y nuestro anhelo... Meter la pata no es necesariamente espantoso, sino algo que hacemos todos tarde o temprano, con mayor o menor frecuencia... Queda en ridículo sobre todo el que no soporta quedar en ridículo (no hay individuo más cómico que el que va de pavo real por la vida, altivo, seguro y con aires de grandeza). ¿Realmente tiene tanta importancia llamar la atención (aun involuntariamente), disentir del grupo o que disientan de nosotros, que nos den calabazas, que no nos otorguen el primer premio en nada, que otros sean mucho más brillantes, que no le guste a alguien lo que pensamos, cómo lo decimos, cómo vestimos...?

Lo importante no es destacar, sino encajar, pero para encajar con los demás no podemos ir vedándoles lo que realmente somos, mostrándoles a cambio caretas de cartón piedra. Si hay acuerdo conmigo mismo, si me tengo aprecio (y, por consiguiente, no me avergüenzo de mí mismo, de mis capacidades y limitaciones), está de más la timidez: en la vida siempre hay quien muestra estima o indiferencia o desprecio, y hay que procurar rodearse de gente que permita un ambiente de cálido y mutuo aprecio. (En realidad, sólo necesita aplausos el que se siente infravalorado y sólo teme el menosprecio quien se cree inferior o malo o feo o víctima...).

Si viviéramos en un mundo de gratitud, de respeto, de manos tendidas,  de palabras bienintencionadas, de besos, de aliento, no habría timidez...


2 comentarios:

  1. Si nos aplicáramos este cuento, otro gallo nos cantaría. Gracias, maestro

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  2. Muchas gracias por este aporte.
    http://bit.ly/1bCOJaQ

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