El sábado, 30 de mayo, jugaron la final
de la Copa del Rey el Futbol Club Barcelona y el Athletic Club de Bilbao. No es
la primera vez que se produce este evento deportivo, convertido, al parecer,
inevitablemente en un evento mucho más que deportivo. Lo temen algunos,
incluidos los amantes de la Patria y los guardianes de las santas tradiciones,
pero a las 21.30 horas del 30 de mayo, sábado, ocurrió ese algo inevitable: al
comenzar a sonar la Marcha de Granaderos o Marcha Real, conocida generalmente
como Himno Nacional de España, decenas y decenas de miles de espectadores
silbaron y pitaron con el ánimo de mostrar su rechazo a tal Himno y al país que
pretende representar.
No es casualidad que la gran mayoría de
esos espectadores silbantes sean vascos y catalanes: ni se sienten españoles ni
quieren pertenecer a la “Nación española” de la que habla el Preámbulo de la
Constitución española de 1978.
Tampoco es casualidad que, tras el
bamboleo entre dicha Marcha Real durante los períodos conservadores y el Himno
de Riego durante el Trienio Liberal y la Primera y la Segunda República, fuese
el dictador golpista Francisco Franco quien lo erigiese en 1937 y 1942 como
Himno oficial de España. De hecho, no son pocos los que aún recuerdan el
ingreso bajo palio de Franco en cualquier catedral o monumento del país a los
sones del Himno Nacional o la multitud de procesiones y conmemoraciones
patrióticas en los que sonaba indefectiblemente y sigue sonando el Himno
Nacional. De igual forma, por mucho que el artículo 4 de la Constitución
actualmente vigente establezca que “la
bandera de España está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y
roja”, no pocos ciudadanos y particularmente alguna que otra zona del país rechazan
de plano la bandera y el himno españoles. Pues bien, por cuestión de protocolo,
a la entrada del Rey Felipe VI en el Camp Nou sonó el Himno español oficial,
por lo que se armó la marimorena en decibelios de protesta, con gran irritación
de los antedichos amantes de la Patria y guardianes de las santas
tradiciones.
Sería sano y conveniente evaluar este
hecho desapasionadamente, como se mira una fotografía: gustará más o menos,
pero es lo que hay; quisiéramos aparecer más atractivos, pero la foto, como el
algodón, no engaña: somos así, y no de otra manera, con permiso, eso sí, del
Photoshop. Por lo mismo, en Cataluña y Euskadi hay una considerable porción de
catalanes y vascos que piensan y sienten al margen o en contra de la España
nacional. Son hijos y nietos del territorio que otrora fue tildado de
separatista judeomasónico catalán o de provincias traidoras vascas. Machacaron
su cultura y prohibieron sus idiomas. Pues bien, el sábado, 30 de mayo,
encontraron un lenguaje común: silbar y silbar a unos símbolos, idénticos a los
franquistas, de los que abominan y que no reconocen como propios. Quizá sea
ilegal, pero no es un crimen, sino un hecho social, político y cultural, una
fotografía.
Acabó el partido y unos se alegraron,
mientras otros se entristecieron. Al día siguiente todo volvió a la
cotidianidad, bosquejando una foto grisácea, algo maloliente, del conjunto de
una península, donde millones de personas silban y silban con muy pocos
resultados a la corrupción, a la pobreza infantil, a la creciente brecha entre
ricos y pobres, a los desahucios, a los despidos laborales, a los empleos de
explotación y a la desesperanza.
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