miércoles, 3 de junio de 2015

Culés, leones y una fotografía controvertida




Artículo publicado hoy en diario.es Aragón

El sábado, 30 de mayo, jugaron la final de la Copa del Rey el Futbol Club Barcelona y el Athletic Club de Bilbao. No es la primera vez que se produce este evento deportivo, convertido, al parecer, inevitablemente en un evento mucho más que deportivo. Lo temen algunos, incluidos los amantes de la Patria y los guardianes de las santas tradiciones, pero a las 21.30 horas del 30 de mayo, sábado, ocurrió ese algo inevitable: al comenzar a sonar la Marcha de Granaderos o Marcha Real, conocida generalmente como Himno Nacional de España, decenas y decenas de miles de espectadores silbaron y pitaron con el ánimo de mostrar su rechazo a tal Himno y al país que pretende representar.

No es casualidad que la gran mayoría de esos espectadores silbantes sean vascos y catalanes: ni se sienten españoles ni quieren pertenecer a la “Nación española” de la que habla el Preámbulo de la Constitución española de 1978.

Tampoco es casualidad que, tras el bamboleo entre dicha Marcha Real durante los períodos conservadores y el Himno de Riego durante el Trienio Liberal y la Primera y la Segunda República, fuese el dictador golpista Francisco Franco quien lo erigiese en 1937 y 1942 como Himno oficial de España. De hecho, no son pocos los que aún recuerdan el ingreso bajo palio de Franco en cualquier catedral o monumento del país a los sones del Himno Nacional o la multitud de procesiones y conmemoraciones patrióticas en los que sonaba indefectiblemente y sigue sonando el Himno Nacional. De igual forma, por mucho que el artículo 4 de la Constitución actualmente vigente establezca que “la bandera de España está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja”, no pocos ciudadanos y particularmente alguna que otra zona del país rechazan de plano la bandera y el himno españoles. Pues bien, por cuestión de protocolo, a la entrada del Rey Felipe VI en el Camp Nou sonó el Himno español oficial, por lo que se armó la marimorena en decibelios de protesta, con gran irritación de los antedichos amantes de la Patria y guardianes de las santas tradiciones.

Sería sano y conveniente evaluar este hecho desapasionadamente, como se mira una fotografía: gustará más o menos, pero es lo que hay; quisiéramos aparecer más atractivos, pero la foto, como el algodón, no engaña: somos así, y no de otra manera, con permiso, eso sí, del Photoshop. Por lo mismo, en Cataluña y Euskadi hay una considerable porción de catalanes y vascos que piensan y sienten al margen o en contra de la España nacional. Son hijos y nietos del territorio que otrora fue tildado de separatista judeomasónico catalán o de provincias traidoras vascas. Machacaron su cultura y prohibieron sus idiomas. Pues bien, el sábado, 30 de mayo, encontraron un lenguaje común: silbar y silbar a unos símbolos, idénticos a los franquistas, de los que abominan y que no reconocen como propios. Quizá sea ilegal, pero no es un crimen, sino un hecho social, político y cultural, una fotografía.


Acabó el partido y unos se alegraron, mientras otros se entristecieron. Al día siguiente todo volvió a la cotidianidad, bosquejando una foto grisácea, algo maloliente, del conjunto de una península, donde millones de personas silban y silban con muy pocos resultados a la corrupción, a la pobreza infantil, a la creciente brecha entre ricos y pobres, a los desahucios, a los despidos laborales, a los empleos de explotación y a la desesperanza.

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