Publicado hoy en El Periódico de Aragón
Presenta el Gobierno los Presupuestos
para 2014 como los presupuestos del “primer año de la crisis con creación neta
de empleo”. Pero no es “empleo” los bodrios laborales creados día a día en las
aguas de la precariedad y la explotación. Se lían los políticos del gobierno y
de la oposición, así como los comentaristas y tertulianos de todos los puntos
ideológicos cardinales, intercambiándose variaciones anuales y tasas de empleo,
pero la cuestión es previa: llamar “empleo” al desvarío laboral urdido sobre
todo desde la Reforma Laboral del PP es un sinsentido.
Hace aproximadamente un mes, el Gobierno
de Mariano Rajoy, por boca de la
ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima
Báñez, anunció que iba a simplificar las 41 modalidades de contrato laboral
existentes en nuestro país, reduciéndolas a cinco. En realidad, las 41 de ahora
y las 5 anunciadas pueden reducirse, a su vez, a un único común denominador: el
contrato laboral está dejado casi en exclusiva en manos del contratante, sin
que la persona contratada tenga nada que decir o negociar.
En un contrato debe haber dos partes que
libre y responsablemente estipulan los términos del mismo. En cualquier mercado
hay un comprador y un vendedor que acuerdan o no la compraventa de un producto
o una mercancía. En el mercado laboral, sin embargo, la libertad brilla hoy más
que nunca por su ausencia: quien únicamente estipula los términos del contrato,
quien puede romperlo mediante mil mecanismos puestos a su servicio, quien puede
saltarse a la torera un contrato laboral es la parte contratante, el
empresario, y muy raramente el trabajador.
En este marco, suena a cachondeo el
artículo 35.1 de la Constitución Española: “Todos
los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre
elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una
remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia,
sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo”. Un derecho
fundamental de la ciudadanía está siendo conculcado e ignorado impunemente por
la clase política y empresarial (los sindicatos se merecen otro análisis serio
a este respecto) y seis millones de ciudadanas y ciudadanos carecen de medios
para ganarse honrada y dignamente su vida y la de los suyos.
Por lo mismo, llamar “austeridad”
a la política de recortes y demolición sistemática de los derechos y servicios
sociales de la ciudadanía sobrepasa los límites del eufemismo y entra de lleno
en el terreno de la mentira capciosa. Pocos pondrán en duda la necesidad de
ajustar los ingresos y los gastos de las
administraciones públicas del Estado, así como también depurar
responsabilidades en numerosos casos de despilfarro y otras figuras delictivas
por parte de los culpables. Sin embargo, es criminal e ilegítimo hacer recaer
solo sobre las espaldas del pueblo el pago de la deuda pública del Estado más
sus intereses, que en realidad pertenece en su mayor parte a la deuda privada
de las grandes empresas e instituciones financieras. Poner la economía de un
país al servicio de los intereses de los acreedores privados de unos entidades
privadas (bancos y entidades especulativas nacionales y extranjeras) no es
conseguir alcanzar el “objetivo de déficit”, sino un fraude y una estafa al
pueblo. Cercenar los derechos de sus ciudadanos y desmantelar el sistema de
servicios sociales básicos de un país, abandonándolo en manos del negocio
privado y de la ideología neoliberal, convertida cada vez más en praxis
salvaje, es una traición a las obligaciones fundamentales de todo político y
todo gobernante. Llamar insistentemente a todo eso “austeridad” atenta contra
la razón, remueve las tripas y empuja hacia la insurrección.
No hay dinero –dicen-, pero la
banca española recibe para su rescate 60.000 millones de euros de dinero
público. No hay crédito –dicen-, pero la banca española ha obtenido, como
mínimo, medio billón de euros del BCE al 1% para volver a especular. Sube la
energía –dicen-, pero las grandes empresas energéticas españolas,
como Iberdrola, Endesa o Gas Natural,
casi duplican sus ganancias respecto de las empresas energéticas de la
UE (no en vano chupan de sus ubres ex Presidentes y ex Ministros de Gobiernos
anteriores). Crean un nuevo “superregulador independiente” (Comisión Nacional
de los mercados y la Competencia, CNMV) y una sobrina del Ministro Luis de Guindos pasa a ocupa
el puesto de directora
general de Competencia, ocupando la vacante dejada la hija de Miguel Arias-Cañete, ministro de
Agricultura.
“Empleo” –dicen-, y a la mentira del gobernante le sigue el
silencio sepulcral del gobernado: tiene miedo y aún vive lo suficientemente
bien como para pensar que volverán las golondrinas anunciando primaveras y
veranos, cuando ya solo queda el desierto, producto de la política de tierra
quemada gubernamental. (En su despacho, un dirigente sindical escucha la
Internacional por Spotify).
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