Hoy se ha
batido el récord de nada: salvo Enrique y su mujer, unas pocas risitas
cómplices de algunas personas –seguramente profes- y el saludo diario de
Venancio, la pareja del camión municipal de limpieza, el limpiador municipal a
pie de limpieza y un perroflauta más vestido de payaso que hace payasadas un
poco más arriba, nada. Cada vez más gente que va y viene más deprisa, y nada
más. Nada de nada.
Juan de
Mairena me estaba esperando. “¿Qué, cómo va la cosa?”, me ha preguntado nada
más llegar. “Bien, bien”, le he mentido. “Ponme al corriente, Antonio, llevo
mucho tiempo sepultado dentro de mi libro. ¿Cómo va la cosa por España?”, y
entonces el perroflauta ha intentado resumir muy por encima la situación.
El
perroflauta se cabrea cada vez que piensa que el Estado español no pidió
prestado para mejorar la educación, la sanidad, las pensiones, la ley de
dependencia, la cultura o la ciencia, pero sí lo ha hecho para “rescatar” el
sistema bancario de las trampas, los agujeros negros y el detrito que habían
ido acumulando a raíz del estallido de la burbuja inmobiliaria. El perroflauta se cabrea cada vez que se
pregunta por qué los trileros políticos del Gobierno y de la Oposición
cambiaron en unas horas un artículo de una presuntamente inmutable Constitución
e introdujeron un 3% de déficit máximo. Nadie le explica al perroflauta de
dónde ha salido ese 3% en lugar del 1,5% o del 6,25%. Solo oye a lo lejos una machacona voz, quizá
femenina, que le dice: “Drei prozent, Ja, und schweigen Sie still”, que viene a
decir “tres por ciento, sí, y calle usted la boca de una puta vez”. La base de
ese 3% es los intereses espurios de los ricos, la presión de los acreedores
germanos sobre un Gobierno memo que asumió como deuda pública la deuda de los bancos
y las grandes empresas. Todo eso está basado en ideología, una puta ideología
de explotación y estafa, revestida de
una “austeridad” que es una patraña, una palmaria falsedad, producto del manejo
de unos trileros, disfrazados de economistas.
“Cálmate”,
me dice Juan de Mairena. “¿Sirve de algo estar aquí?”, le pregunto. “Te sirve a
ti, que no es poco”, responde. “Además”, prosigue, “las cosas más valiosas no sirven
para nada; sirven, son útiles, por ejemplo, el frigorífico, el tenedor, el
móvil o el reloj, pero un Concierto de Brandemburgo o Las Meninas de Velázquez
no tienen sentido en términos de utilidad. Tú tampoco, Antonio. Tú no sirves
para nada, pero vales mucho. Acostúmbrate a mirar siempre también a los demás
de este modo. Un perroflauta –Venancio mismo- es un maravilloso tesoro que te ha
regalado la vida, aunque a ojos de muchos parezca un ser inservible”.
“¿Ves
qué poca gente mira el cartel o nos mira?”, vuelvo a preguntarle. “Vuelves a
confundirte” –replica. Y con la mirada clavada en la mía (casi duele su mirada)
me dice: “Una cosa son las personas y otra cosa la máscara con que salen a la
calle”.
Y continuó
hablando: “Al hombre público, muy especialmente al político, hay que exigirle
que posea las virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara. Decía mi
maestro Abel Martín -habla Mairena a sus discípulos de Sofística- que un hombre
público que queda mal en público es mucho peor que una mujer pública que no
queda bien en privado. Bromas aparte, repara en que no hay lío político que no
sea un trueque, una confusión de máscaras, un mal ensayo de comedia, en que
nadie sabe su papel. Sería muy deseable, incluso exigible, que la máscara de
cada persona fuese, en lo posible, obra suya, que se la hiciese ella misma,
para evitar que otros, amigos o adversarios, se la pongan. Antonio, casi nadie mira este cartel o nos mira
porque así se lo impone su máscara. Todos llevamos una, pero al menos que no
sea tan rígida, tan imporosa e impermeable que nos sofoque el rostro, porque,
más tarde o más temprano, hay que dar la cara”.
Las 12,30 de la mañana. Detuve la música que estaba sonando (Blues
After Hours, de Pee Wee Crayton), y mientras recogía el cartel en la mochila de
mi silla motorizada, le dije “Ah, por cierto, un fuerte abrazo de parte de
Toni”. Juan de Mairena sonrió ampliamente y me fue diciendo mientras se
alejaba: “Un buen amigo Toni. Vivo muy a gusto en el libro que él mismo
encuadernó. Cuando lo abre –lo hace a menudo- y repasamos juntos algunos
fragmentos, es como si abriera una ventana muy amplia y luminosa y por ella yo
pudiese respirar un aire muy limpio y muy fresco. Dale otro fuerte abrazo de mi
parte, Antonio”.
-Hasta mañana, Juan de Mairena. Gracias por todo.
-A ti, Antonio. Hasta mañana.
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