Mientras el perroflauta está
apostado ante el portal de la Consejera aragonesa de Educación, el ministro
Wert afirmaba en el Congreso de los Diputados que “tenemos un sistema ciego a los resultados”. E
inmediatamente, el ministro se ha quedado en cueros en cuanto a un niño se le
ha ocurrido preguntarle qué entiende Wert por resultados.
Imagino que se está
refiriendo a las notas y las calificaciones, a aprobar y no suspender, a
promocionar curso y no repetir. No seré yo quien reste esa supuesta importancia
a las calificaciones, pero he calificado a lo largo de mi vida docente
demasiado como para creer realmente que son significativas, al menso mientras
las notas y las calificaciones estén sujetas también a las neurosis de no pocos
profesores y profesoras.
“Estáis todos aprobados,
¿vale?, a no ser que alguien esté empeñado en que lo suspenda”, era lo primero
que yo les decía al inicio de un curso. “¿Os va bien un 8? ¿Comenzaremos
entonces a pensar en trabajar e indagar? Solo el vago o el que tenga un morro
que se lo pisa recibirán una nota baja principalmente de advertencia y
reprobación”, concertaba a veces en determinadas aulas. Acostumbraba también a
repetir que no ponía exámenes, sino “farfolillos”, una especie de evaluación
donde no primaban la memoria y la reproducción, sino la reflexión. Solo en un
Instituto cuyo Director se ufanaba del “nivel” (¡!) conseguido en su enseñanza
(pura ficción, pues allí había el mismo porcentaje de suspensos que en
cualquier otro Instituto) cargué con dos expedientes y me encontré un día, sin
avisar, a dos inspectores de educación en el aula para presenciar una de mis
clases. Al final de la clase, uno de los inspectores se acercó y me dijo que le
gustaba la forma que tenía de enseñar, pero echaba de menos que “no quedara
claro con lo que finalmente tenían que
quedarse los alumnos”… Solo exigía más nota el alumnado que aspiraba a estudiar
carreras con media más alta, y entonces procuraba aplicarles, con mucha
tristeza y harto dolor de corazón, la medicina que deseaban.
No hay un muchacho o una
muchacha igual a cualquier otro, cada uno es irrepetible. Cuando en un aula hay
treinta muchachos y muchachas, cada uno de ellos es irrepetible, y constituye
un error que el profesor intente uniformarlos en sus ritmos, inquietudes, intereses,
maduración y desarrollo. Cuando cada uno de ellos llega a su casa, está en un
entorno familiar y social peculiar y propio, diferente del resto. Cada uno de
ellos recibe, rechaza o asimila cada uno de los momentos de la clase y de la
vida académica según sus circunstancias y características intelectuales y
afectivas. Cada uno de ellos escucha la misma materialidad de sonidos, palabras
y gestos, pero los somete a una asimilación personal, a su propia
reconstrucción personal, según va metabolizando lo que le va ocurriendo fuera y
dentro de sí mismo.
La filosofía, las
matemáticas, la lengua, el idioma o la biología que cursan y de las que deben
examinarse no son un conjunto de conocimientos que el alumno o la alumna deban
reproducir lo más fielmente posible (de hecho, el 99% lo olvidan en poco
tiempo), sino que, de ser algo, son una reconstrucción de la realidad que ellos
mismos han elaborado, según sus características personales.
El
profesorado debe, ante todo, observar, escuchar, ofrecer honesta y
sencillamente lo que sabe, y también (esto produce a no pocos docentes
vergüenza, horror o mueve al sarcasmo) debe querer a cada uno de sus alumnos y
alumnas, pues de lo contrario no se propondrá querer que cada uno sea lo que
quiera y como quiera, dentro del respeto y la responsabilidad.
El
profesorado debe moderar, coordinar, facilitar y participar activamente en el
proceso educativo, cuyos principales agentes no son ni los libros de texto, ni
los profesores ni los exámenes ni las calificaciones, sino el alumnado mismo. Al
profesor le compete ayudar a crear un clima afectivo, armónico, de mutua
confianza entre profesorado y alumnado, partiendo siempre de la situación en
que se encuentra el alumno, valorando los intereses de estos y sus diferencias
individuales. Conseguido ese clima, el alumnado, con sus excepciones, es el
primero en responder, autoexigirse y propiciar un clima de indagación, diálogo
y esfuerzo común por saber y conocer.
El
primer día de clase también les decía a cada grupo: “Espero y deseo que de
lunes a viernes, mientras dure el curso, durmáis cinco minutos menos por la
emoción de tener clase de filosofía al día siguiente”. Muchos al principio me
tomarían por un profesor pirado, pero algunos comprendían más tarde. Incluso
algunos me preguntaban si podían asistir a mi clase, si en aquella hora tenían
clase con algún profesor que estaba enfermo o no había podido acudir ese día al
Instituto.
Al
perroflauta le gusta mucho recordar todo esto, pero también lamenta tener un
ministro de Educación en España y una Consejera de Educación en Aragón a los
que todo esto seguramente les suene a música celestial. La explicación es bien
sencilla: no son un Ministro y una Consejera de Educación, sino solo un Ministro
y una Consejera de Instrucción. Así va la educación…
Hasta
mañana
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