Todas las mañanas, el primer hombre que
saluda al perroflauta en la calle Alfonso I de Zaragoza es el encargado de la
limpieza de esa vía peatonal, la calle por antonomasia de la ciudad. Hoy el
perroflauta ha querido hacerse una foto con él, pero ha recibido la negativa nerviosa
por parte del encargado de la limpieza. El perroflauta ha visto miedo en su
cara, sobre todo en sus ojos. El perroflauta lo comprende bien. La gente es
víctima del virus del miedo y de la desconfianza. (¿Y si se enteran de la foto?
¿Y si me sancionan? ¿Y si me echan? ¿Y si me quedo sin trabajo por dejarme
embaucar por este hombre motorizado que a veces he visto rodeado de
policías?......). La cara de ese encargado de la limpieza se parecía mucho a la
cara de much@s viandantes que pasean cada mañana por allí. Esto es lo que
principalmente quiere reseñar el perroflauta. Y lo hace triste, pensando que
seguramente ese hombre tiene hijos en la escuela y que le gustaría hacerse esa
foto y enseñar esa foto. El perroflauta quisiera darle un abrazo, pero no lo
hace, porque ya no se dan abrazos y además sería otra forma de poner en
evidencia al hombre que deja tan limpia la calle Alfonso I.
Estamos
ya demasiado habituados (incluso casi programados) para esperar que las
soluciones vengan llovidas del cielo, sin movernos para no hacernos notar en la
foto, sin tener que hacer nada o muy poco por nuestra parte. F. Nietzsche, en
cambio, dejó escrita en su obra más conocida Así hablaba Zaratustra una frase memorable, que describe y rechaza este
estado de cosas anímico: “¡Si queréis
subir a lo alto emplead vuestras propias piernas! ¡No dejéis que os lleven
hasta arriba, no os sentéis sobre espaldas y cabezas de otros”.
Nietzsche indica el único camino que conduce
a la meta: andar cada un@ por sí mism@, sin descargar la propia responsabilidad
sobre otras personas, renunciar a los cantos de sirena de algunas personas
supuestamente dispuestas y dedicadas a llevarnos sobre sus espaldas; es decir,
alienándonos de nuestra propia libertad y de nuestra propia conciencia, hasta
conseguir que seamos primordialmente consumidores compulsivos, súbditos que
dormitan en una siesta perpetua, encargados de la limpieza de una calle
dispuestos a tragar carros y carretas con tal de conservar un trabajo precario
y mal pagado, ciudadanos que no han superado aún su etapa más inmadura e
infantil, que temen ser castigados sin haber hecho nada y esperan, a cambio,
que lo que puedan recibir sea un regalo de otros, que se preocupan de su supuesto
bienestar, a cambio de sus señas de identidad más fundamentales como seres
humanos: su libertad y su autonomía (=su capacidad para regirse por sí mismo y
decidir siempre y responsablemente por sí mismos).
El
perroflauta no puede andar, ni por sí mismo ni de otra manera. Por eso va
motorizado. También por eso ha aprendido a volar. El perroflauta vuela cada
mañana al son de músicas maravillosas y coloridos de ensueño. Cuando recibe el
auxilio de un hombro amigo, la persona que le presta ayuda se transforma en una
prolongación de sí mismo. Y entonces
vuelan los dos, el perroflauta y el otro, aunque este no lo note.
El
perroflauta quiere subir a lo alto a pesar de las dificultades y sus
limitaciones. Su silla motorizada son sus piernas, su perro y su flauta. No lo
lleva nadie hasta arriba, ni necesita espaldas y cabezas donde sentarse. Sube y
sube sin despegarse cada mañana del portal de la Consejera. Ese portal es su trampolín. Ese portal es su
mano tendida para que tú y tú y tú y tú (también el encargado de la limpieza de
la calle Alfonso I de Zaragoza) voléis juntos con el perroflauta sin despegaros
cada mañana de ese portal de la calle Alfonso I de Zaragoza.
Hasta
mañana.
Una simple chispa puede incendiar toda una pradera. Ánimo...
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