miércoles, 10 de julio de 2013

El guerrero Er, los ángeles indecisos y la vida y la muerte buenas y dignas



Publicado en la revista DMD 63/2013 (Derecho a Morir Dignamente), páginas 48-49
Érase una vez un guerrero, Er, que, a punto de ser quemado un amanecer sobre una pira a los doce días de su muerte en una batalla, aún ofrecía a la vista de sus conciudadanos algo portentoso: no mostraba signo alguno de descomposición. Tanto era así, que de repente se levantó y se puso a contar a los presentes sus extrañas experiencias en el más allá. Con este relato, conocido como “el mito de Er” (de influencia órfica, gnóstica, pitagórica y zoroástrica), decide concluir el pensador Platón su importante Dialogo La República.
El alma de Er, una vez abandonado el cuerpo, había visto qué les ocurría a los demás muertos. Los justos se adentraban por una abertura celeste donde disfrutaban de los premios merecidos, mientras los injustos se iban hundiendo en un orificio terrestre, donde sufrían grandes y prolongados castigos. A su vez, por otro orificio terráqueo contiguo salían los injustos, una vez ya purgados sus delitos y errores, al igual que otros justos salían de otro orificio celeste, tras haber disfrutado largo y tendido de los bienes y premios celestiales.
Después, unos y otros, sobre una pradera y ante la mirada de la diosa Destino, iban contándose lo bien o lo mal que lo habían pasado, y quedaban a la espera de tener que escoger otra vida mortal para el futuro según los méritos y el rango alcanzados por cada uno en la vida anterior (la transmigración de las almas emerge con profusión a lo largo de la obra platónica). El guerrero Er contempla que aquel espectáculo resultaba “lastimoso, ridículo y extraño, porque la mayor parte de las veces se hacía la elección según aquello a lo que se estaba habituado en la vida anterior”. Así, por múltiples y complejas razones, la gente congregada en la pradera va escogiendo vidas de hombres y animales, como, por ejemplo, cisne, ruiseñor, león, tirano, atleta, mujer laboriosa e incluso (el colmo del ridículo para Er) de mono.
Y súbitamente el guerrero Er ve al gran héroe legendario Odiseo (Ulises, en su versión latina), que también debe decidir en último lugar qué vida futura escoge. Ulises busca y busca entre las vidas esparcidas en la pradera hasta encontrar “la vida de un hombre común y corriente”, olvidada y desechada hasta el  momento por todos los demás. Al verla, Ulises confiesa que habría elegido esa vida de hombre común y corriente aunque hubiese sido el primero de la lista en poder elegir y “la escogió con gozo”.
Platón pretende concluir de este mito, entre otras cosas, que una vida justa siempre lleva consigo su propia recompensa, aunque a veces las apariencias parezcan mostrar otra cosa distinta, y también que cada persona tiene la posibilidad de escoger libremente el tipo de vida que decide llevar, que esa elección no debe hacerse a tontas y a locas, y que llevar una vida justa es el único camino para llegar a ser “felices” y  “amigos de nosotros mismos y de los dioses”.
Ulises está acostumbrado a vivir aventuras extraordinarias y ha alcanzado la fama y la gloria, pero precisamente desde esa experiencia, a la hora de escoger otra vida mortal, se decide por el hombre común y cotidiano. El honor, la fama y el éxito son para él hojarasca, pues lo que le importa es apurar esa vida mortal desde la esencia misma de la humanidad que constituye a cada ser humano: Ulises prefiere vivir y morir sin componendas y aditamentos. El héroe se identifica con la gente anónima, que no llama la atención, poco o nada valorada por los demás. Ulises elige la vida justa, capaz de enriquecerlo interior y socialmente como humano. No desea gloria y dinero, o aparentar ser un bello animal o una persona de poder y de éxito, sino ejercitarse en la virtud que hace vigorosamente humano. Séneca lo dirá siglos después con esplendorosa sencillez: llevar una vida buena y una buena vida. Vida consciente también de su final y libre en su mortalidad. Por eso Ulises elige no solo vivir bien, sino también morir igualmente bien.
E. Cioran cuenta en su obra Desgarradura que, según una leyenda de inspiración gnóstica, un día se libró en el cielo una lucha entre ángeles en la que los partidarios de Miguel vencieron a los partidarios del Dragón. Los ángeles que, indecisos, no tomaron partido y se conformaron con mirar fueron relegados a la Tierra con el fin de que llevaran a cabo la elección que no se habían atrevido a hacer allí arriba. Así nacimos los humanos, esos somos los humanos.
La historia es así producto de un titubeo y los humanos somos el fruto de una indecisión original a la hora de tomar partido. Desde entonces estamos destinados a decidir, sin recuerdo ya alguno de aquella batalla y de la postura pasiva de aquellos ángeles indecisos. Ahora seguimos siendo, según esa leyenda, unos seres desterrados para poder aprender a optar, para abandonar el papel de espectadores (en esencia, para ser libres). Sufrimos el castigo de tener que elegir, pues nuestros ancestros no hallaron en el Cielo ninguna razón para adherirse a una causa, para tomar la determinación de optar por una empresa.
No somos cosas inanimadas, sino unos seres que, aunque minúsculos e insignificantes dentro del cosmos, estamos siempre por hacer, de tal modo que cada día, cada instante, hemos de esta decidiendo qué hacer y qué no hacer, por dónde ir y no ir, por qué optar y no optar, qué ser y qué no ser. Somos seres perpetuamente inacabados hasta el último aliento de nuestra existencia y nuestra propia identidad está en nuestras manos, sin que nadie pueda suplantarnos en la tarea de qué hacer con nosotros mismos por y desde la libertad, a no ser a costa de la más alienante renuncia de la propia vida. Hay que decidir siempre, por mucho que a veces haya que hacerlo desde la incertidumbre, pues somos irrenunciablemente libres.
Y no hay decisión más fundamental y sublime que decidir qué vida buena y digna queremos llevar, cómo queremos vivirla, qué final bueno y digno de la vida queremos tener, y cuándo y cómo queremos vivir ese final hasta su último aliento.

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