Publicado en la revista DMD 63/2013 (Derecho a Morir Dignamente), páginas 48-49
Érase una vez un guerrero, Er, que,
a punto de ser quemado un amanecer sobre una pira a los doce días de su muerte
en una batalla, aún ofrecía a la vista de sus conciudadanos algo portentoso: no
mostraba signo alguno de descomposición. Tanto era así, que de repente se
levantó y se puso a contar a los presentes sus extrañas experiencias en el más
allá. Con este relato, conocido como “el mito de Er” (de influencia órfica,
gnóstica, pitagórica y zoroástrica), decide concluir el pensador Platón su
importante Dialogo La República.
El alma de Er, una vez abandonado el
cuerpo, había visto qué les ocurría a los demás muertos. Los justos se
adentraban por una abertura celeste donde disfrutaban de los premios merecidos,
mientras los injustos se iban hundiendo en un orificio terrestre, donde sufrían
grandes y prolongados castigos. A su vez, por otro orificio terráqueo contiguo
salían los injustos, una vez ya purgados sus delitos y errores, al igual que
otros justos salían de otro orificio celeste, tras haber disfrutado largo y
tendido de los bienes y premios celestiales.
Después, unos y otros, sobre una
pradera y ante la mirada de la diosa Destino, iban contándose lo bien o lo mal
que lo habían pasado, y quedaban a la espera de tener que escoger otra vida
mortal para el futuro según los méritos y el rango alcanzados por cada uno en
la vida anterior (la transmigración de las almas emerge con profusión a lo
largo de la obra platónica). El guerrero Er contempla que aquel espectáculo
resultaba “lastimoso, ridículo y extraño, porque la mayor parte de las veces se
hacía la elección según aquello a lo que se estaba habituado en la vida
anterior”. Así, por múltiples y complejas razones, la gente congregada en la
pradera va escogiendo vidas de hombres y animales, como, por ejemplo, cisne,
ruiseñor, león, tirano, atleta, mujer laboriosa e incluso (el colmo del
ridículo para Er) de mono.
Y súbitamente el guerrero Er ve al
gran héroe legendario Odiseo (Ulises, en su versión latina), que también debe
decidir en último lugar qué vida futura escoge. Ulises busca y busca entre las
vidas esparcidas en la pradera hasta encontrar “la vida de un hombre común y
corriente”, olvidada y desechada hasta el
momento por todos los demás. Al verla, Ulises confiesa que habría
elegido esa vida de hombre común y corriente aunque hubiese sido el primero de
la lista en poder elegir y “la escogió con gozo”.
Platón pretende concluir de este
mito, entre otras cosas, que una vida justa siempre lleva consigo su propia
recompensa, aunque a veces las apariencias parezcan mostrar otra cosa distinta,
y también que cada persona tiene la posibilidad de escoger libremente el tipo
de vida que decide llevar, que esa elección no debe hacerse a tontas y a locas,
y que llevar una vida justa es el único camino para llegar a ser “felices”
y “amigos de nosotros mismos y de los
dioses”.
Ulises está acostumbrado a vivir
aventuras extraordinarias y ha alcanzado la fama y la gloria, pero precisamente
desde esa experiencia, a la hora de escoger otra vida mortal, se decide por el
hombre común y cotidiano. El honor, la fama y el éxito son para él hojarasca,
pues lo que le importa es apurar esa vida mortal desde la esencia misma de la
humanidad que constituye a cada ser humano: Ulises prefiere vivir y morir sin
componendas y aditamentos. El héroe se identifica con la gente anónima, que no
llama la atención, poco o nada valorada por los demás. Ulises elige la vida
justa, capaz de enriquecerlo interior y socialmente como humano. No desea
gloria y dinero, o aparentar ser un bello animal o una persona de poder y de
éxito, sino ejercitarse en la virtud que hace vigorosamente humano. Séneca lo
dirá siglos después con esplendorosa sencillez: llevar una vida buena y una
buena vida. Vida consciente también de su final y libre en su mortalidad. Por
eso Ulises elige no solo vivir bien, sino también morir igualmente bien.
E.
Cioran cuenta en su obra Desgarradura
que, según una leyenda de inspiración gnóstica, un día se libró en el cielo una
lucha entre ángeles en la que los partidarios de Miguel vencieron a los
partidarios del Dragón. Los ángeles que, indecisos, no tomaron partido y se
conformaron con mirar fueron relegados a la Tierra con el fin de que llevaran a
cabo la elección que no se habían atrevido a hacer allí arriba. Así nacimos los
humanos, esos somos los humanos.
La
historia es así producto de un titubeo y los humanos somos el fruto de una
indecisión original a la hora de tomar partido. Desde entonces estamos destinados
a decidir, sin recuerdo ya alguno de aquella batalla y de la postura pasiva de
aquellos ángeles indecisos. Ahora seguimos siendo, según esa leyenda, unos
seres desterrados para poder aprender a optar, para abandonar el papel de
espectadores (en esencia, para ser libres). Sufrimos el castigo de tener que
elegir, pues nuestros ancestros no hallaron en el Cielo ninguna razón para
adherirse a una causa, para tomar la determinación de optar por una empresa.
No
somos cosas inanimadas, sino unos seres que, aunque minúsculos e
insignificantes dentro del cosmos, estamos siempre por hacer, de tal modo que
cada día, cada instante, hemos de esta decidiendo qué hacer y qué no hacer, por
dónde ir y no ir, por qué optar y no optar, qué ser y qué no ser. Somos seres
perpetuamente inacabados hasta el último aliento de nuestra existencia y
nuestra propia identidad está en nuestras manos, sin que nadie pueda
suplantarnos en la tarea de qué hacer con nosotros mismos por y desde la
libertad, a no ser a costa de la más alienante renuncia de la propia vida. Hay
que decidir siempre, por mucho que a veces haya que hacerlo desde la
incertidumbre, pues somos irrenunciablemente libres.
Y
no hay decisión más fundamental y sublime que decidir qué vida buena y digna
queremos llevar, cómo queremos vivirla, qué final bueno y digno de la vida
queremos tener, y cuándo y cómo queremos vivir ese final hasta su último
aliento.
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